¿Conocían
ustedes de algo a Antonio César Fernández? ¿Le sonaba su nombre o rostro? ¿Sabían
a qué se dedicaba? ¿Habían oído hablar alguna vez de su trabajo y de los frutos
que da? ¿Sabían que se encontraba en Burkina Faso, en plena África Central?
Antes que nada, ¿cuántos de nosotros sabemos dónde está Burkina Faso? ¿Y lo que
allí sucede? Hay veces en las que la noticia que nos llega está tan desubicada
respecto a la experiencia vital de nuestro día a día que el impacto que genera
es prácticamente nulo. Y en muchas de esas ocasiones es pura injusticia lo que
hacemos al ignorar esa noticia, que muchas veces esconde problemas reales,
enormes, y actitudes humanas que, en su bondad y maldad, extremas, nos hacen
cuestionarnos todo.
Antonio
César Fernández era un misionero salesiano, del que nada sabía yo hasta que
este fin de semana vi la noticia que ha protagonizado en la prensa, en páginas
no muy destacadas, y en los telediarios, en los momentos esos de relleno que empiezan
a partir del minuto veinte veinticinco, que son tratados a toda velocidad y sin
detenimiento, y que a veces incluso se narran con una musiquilla de fondo para
que su duración parezca aún más breve. Antonio César Fernández tenía 72 años de
edad, una edad a la que muchos se dedican al paseo y al inicio de la
contemplación de los años restantes con una mezcla de inquietud, desgana y
curiosidad, con el cansancio acumulado de la vida transcurrida, mejor o peor
según haya sido. Él no estaba jubilado, sino que seguía trabajando día a día. No
precisamente cerca de su casa, el cordobés municipio de Pozoblanco, sino en
Burkina Faso, uno de esos países de África que nos suenan remotamente, que no
somos capaces de situar en mapa alguno y de los que acertaremos si decimos que
sufren violencia y pobreza, pero casi seguro que nada más somos capaces de
aportar cuando nos pregunten por él. Antonio César Fernández era misionero
salesiano. Ordenado hace muchos años, su vida eran las misiones, y allí se
encontraba, allí donde él se encontraba a sí mismo, lejos de casa, de lo
conocido y lo seguro, trabajando sin descanso por unas personas a las que
nadie, casi nadie, excepto locos como Antonio, les importa. En las misiones,
oculto a los ojos de la sociedad de la que partió y que hace mucho que olvidó
su existencia, Antonio se desvivía por aquellos que, entre los más necesitados,
lo son mucho más. Países y sociedades desgarrados por la violencia, la pobreza
y el absoluto olvido. En las misiones Antonio y sus compañeros enseñarían la
palabra de Dios, sí, y también desarrollarían todo lo que fuera necesario,
trabajando como médicos, asistentes, ingenieros, maestros, divulgadores,
agricultores, hombres del tiempo, organizadores, cuidadores infantiles, y
piensen cientos y cientos de profesiones más. Sin ingresos, sin derechos, sin
horarios, sin desconexiones. A una edad en la que casi todo el mundo ya no hace
nada, y que empieza a ser arrinconado por la sociedad propia, obsesa por esa
juventud eterna tan apasionante como falsa, Antonio se desvivía a los 72 años
por una comunidad sita en Uagadugú, un lugar en el que sólo GoogleEatrh me
puede decir dónde está, porque nada de mi existencia o conocimiento previo es
capaz de ayudarme si quiera a situarme. Ahí
volvía Antonio desde Lomé, en Togo, cuando un comando yihadista se cruzó en su
camino y le mató a tiros. Los terroristas quizás buscaban misioneros, en su
lucha contra todo lo que no sea la fe verdadera del islam, que corrompen a cada
paso que dan en su fanatismo. O no, les daba igual si era religioso o no, si
era occidental o no, si era de allí o no. Lo mataron, de tres disparos, y
acabaron con la vida de Antonio, que en 1982 llegó a África y que este sábado,
en 2019, murió dejando su sangre en aquella remota y olvidada tierra.
A
diario los informativos abren sus ediciones con casos de corrupción y
pederastia en la iglesia, con las denuncias de abusos y delitos, continuados a
veces, ocultados casi siempre. Es normal que así sea, y que estas conductas,
viles, se aireen y sean castigados como es debido los culpables de esos crímenes.
Pero qué poco se dice, apenas nada, de aquellos sacrificados que, en nombre de
su fe, dan la vida por otros, y que han abierto el camino a organizaciones
civiles no gubernamentales, que siguen sus pasos. La única arma que poseía
Antonio era su creencia en un Dios de amor y la entrega que esta fe le obligaba
a profesar a los demás. Su muerte ha sido poco más de un breve en las noticias.
Su vida, un monumento de entrega y sacrificio, seguirá oculta para todos
nosotros. Pero sus actos, buenos, y su testimonio, verdadero, no habrán sido en
vano.
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