viernes, febrero 22, 2019

Auster, la música del azar


Ayer. Deposité las pocas cosas que llevaba en la cesta de la compra en la caja del supermercado para pagarlas, mirándolas con cierto tono de vergüenza, el mismo que me asalta cada semana cuando hago un gesto semejante uy es casi lo mismo y escaso lo que contemplo en la cinta que avanza hacia el lector óptico para ser cobrado. La cajera me peguntó si necesitaba bolsa y le dije que no. Me fui al extremo de la caja, donde dejé el gordo libro, pese a ser de bolsillo, que llevaba encima, y me dispuse a ir cogiendo los enseres y meterlos en las dos bolsas que llevaba encima, repartiéndolos entre ellas para que ninguna pese demasiado y sean manejables por mis enclenques brazos.

De mientras pasaba los artículos por el lector, la cajera se fijó en el libro que había depositado en una esquina y me preguntó que qué tal estaba. Es un ejemplar de 4 3 2 1, la última novela de Paul Auster, una vuelta de tuerca hasta el extremo de las obsesiones del autor por el azar y los cambios en la vida. Mucho más grande que sus anteriores trabajos, y muchísimo más enrevesada, se disfruta pero exige al lector una alta atención. Eso es más o menos lo que le conté a la chica mientras metía cosas en las bolsas y ella facturaba a una velocidad aún mayor  de lo que operaba el procesador de la caja. Joven, veintimuypocos años, voz agradable y normal, coleta, me dijo que Auster era un escritor que le gustaba mucho y que las cuatro o cinco novelas suyas que había leído le encantaron. Comentamos algunas de ellas, tanto de las primeras (la música del azar, el libro de las ilusiones, Leviatán) como de las últimas (Sunset Park, Brooklyn Folies) y ambos coincidimos en que era divertido entrar en el juego que el escritor neoyorkino plantea al lector, que se arriesga a introducirse en una trama en la que, de repente, suceden cosas no previstas que alteran el rumbo de los personajes, del rumbo que ellos habían trazado para sus vidas y del rumbo que el lector preveía que siguieran en las páginas siguientes. De mientras depositaba la tarjeta en el lector de contacto y unos pocos euros me eran retirados, como por arte de magia, de mi cuenta, y el intercambio económico terminaba, le comenté que Auster está muy marcado por un episodio que sucedió cuando era pequeño, en una excursión en la que una gran tormenta le pilló a él y a unos amigos que estaban en el campo. Buscaron refugio, pero quiso la mala casualidad que uno de ellos muriera por el impacto de un rayo, hecho poco frecuente, pero no tan inverosímil como pudiera parecer, y que es visto en todas las culturas como paradigma de lo aleatorio. Auster vivió la escena y salió indemne, pero se grabó en su cabeza no sólo la fragilidad de la vida que poseemos cada uno, que en un momento dado puede desaparecer sin que seamos conscientes de ello, sino sobre todo lo insignificantes que somos frente a la realidad que nos rodea, que pensamos ingenuamente que controlamos, que dirigimos, y no hacemos nada más que engañarnos en todo momento para no admitir que es justo lo contrario. Que, como copos de nieve, es la realidad la que nos moldea y arroja al mundo, la que en cada momento nos condiciona, y ante ella respondemos en la creencia de que nuestros deseos y razones nos guían, cuando muchas veces lo único que hacen es inventar las perfectas excusas que justifiquen el por qué nos hemos comportado de una manera dada, imprevista, ante sucesos que no hubiéramos sido capaces de imaginar que iban a suceder en nuestro devenir. El episodio del rayo y la tormenta figura en esta última novela que, de manera muy retorcida, es una autobiografía del escritor en la que parece querer contar lo que le ha sucedido a él y, también, lo que le hubiera podido pasar si no hubiese actuado como lo hizo en ciertos puntos de la vida. Es un libro muy autorreferencial en la obra de Auster, casi una explotación hasta el extremo de sus recursos, y siempre con una narrativa fluida y aparentemente sencilla, pero trabajada hasta el extremo.

Recogí mis bolsas mientras contaba cosas como estas y la chica me dijo que este año intentaría el asalto a esta novela, de casi mil páginas, que impone por volumen. Estaba muy de acuerdo con lo que le había comentado y compartía la idea de que el azar era, en gran parte, el motor de nuestras vidas. Le di las gracias por el trabajo bien hecho, nos dijimos adiós y me fui mientras la montaña de productos de un cliente con un pedido normal iba ocupando el espacio que yo dejaba. Y al salir del supermercado pensé en la gracia que le haría a Auster que una de sus novelas, y su estilo y forma de ver la vida fueran el centro de una conversación en el proceso de pago de cuatro cosas en la caja de una tienda sita a miles de kilómetros de su casa y vida. Y es que cuando un escritor arroja un texto, los lectores lo hacen vivir. Y la vida, ya saben, azar, es.

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