Ayer.
Deposité las pocas cosas que llevaba en la cesta de la compra en la caja del
supermercado para pagarlas, mirándolas con cierto tono de vergüenza, el mismo
que me asalta cada semana cuando hago un gesto semejante uy es casi lo mismo y
escaso lo que contemplo en la cinta que avanza hacia el lector óptico para ser
cobrado. La cajera me peguntó si necesitaba bolsa y le dije que no. Me fui al
extremo de la caja, donde dejé el gordo libro, pese a ser de bolsillo, que
llevaba encima, y me dispuse a ir cogiendo los enseres y meterlos en las dos
bolsas que llevaba encima, repartiéndolos entre ellas para que ninguna pese
demasiado y sean manejables por mis enclenques brazos.
De
mientras pasaba los artículos por el lector, la cajera se fijó en el libro que
había depositado en una esquina y me preguntó que qué tal estaba. Es un
ejemplar de 4 3 2 1, la última novela de Paul Auster, una vuelta de tuerca
hasta el extremo de las obsesiones del autor por el azar y los cambios en la
vida. Mucho más grande que sus anteriores trabajos, y muchísimo más enrevesada,
se disfruta pero exige al lector una alta atención. Eso es más o menos lo que
le conté a la chica mientras metía cosas en las bolsas y ella facturaba a una
velocidad aún mayor de lo que operaba el
procesador de la caja. Joven, veintimuypocos años, voz agradable y normal,
coleta, me dijo que Auster era un escritor que le gustaba mucho y que las
cuatro o cinco novelas suyas que había leído le encantaron. Comentamos algunas
de ellas, tanto de las primeras (la música del azar, el libro de las ilusiones,
Leviatán) como de las últimas (Sunset Park, Brooklyn Folies) y ambos
coincidimos en que era divertido entrar en el juego que el escritor neoyorkino
plantea al lector, que se arriesga a introducirse en una trama en la que, de
repente, suceden cosas no previstas que alteran el rumbo de los personajes, del
rumbo que ellos habían trazado para sus vidas y del rumbo que el lector preveía
que siguieran en las páginas siguientes. De mientras depositaba la tarjeta en
el lector de contacto y unos pocos euros me eran retirados, como por arte de
magia, de mi cuenta, y el intercambio económico terminaba, le comenté que Auster
está muy marcado por un episodio que sucedió cuando era pequeño, en una excursión
en la que una gran tormenta le pilló a él y a unos amigos que estaban en el
campo. Buscaron refugio, pero quiso la mala casualidad que uno de ellos muriera
por el impacto de un rayo, hecho poco frecuente, pero no tan inverosímil como
pudiera parecer, y que es visto en todas las culturas como paradigma de lo
aleatorio. Auster vivió la escena y salió indemne, pero se grabó en su cabeza
no sólo la fragilidad de la vida que poseemos cada uno, que en un momento dado
puede desaparecer sin que seamos conscientes de ello, sino sobre todo lo
insignificantes que somos frente a la realidad que nos rodea, que pensamos
ingenuamente que controlamos, que dirigimos, y no hacemos nada más que
engañarnos en todo momento para no admitir que es justo lo contrario. Que, como
copos de nieve, es la realidad la que nos moldea y arroja al mundo, la que en
cada momento nos condiciona, y ante ella respondemos en la creencia de que
nuestros deseos y razones nos guían, cuando muchas veces lo único que hacen es
inventar las perfectas excusas que justifiquen el por qué nos hemos comportado
de una manera dada, imprevista, ante sucesos que no hubiéramos sido capaces de
imaginar que iban a suceder en nuestro devenir. El episodio del rayo y la
tormenta figura en esta última novela que, de manera muy retorcida, es una
autobiografía del escritor en la que parece querer contar lo que le ha sucedido
a él y, también, lo que le hubiera podido pasar si no hubiese actuado como lo
hizo en ciertos puntos de la vida. Es un libro muy autorreferencial en la obra
de Auster, casi una explotación hasta el extremo de sus recursos, y siempre con
una narrativa fluida y aparentemente sencilla, pero trabajada hasta el extremo.
Recogí
mis bolsas mientras contaba cosas como estas y la chica me dijo que este año
intentaría el asalto a esta novela, de casi mil páginas, que impone por volumen.
Estaba muy de acuerdo con lo que le había comentado y compartía la idea de que
el azar era, en gran parte, el motor de nuestras vidas. Le di las gracias por
el trabajo bien hecho, nos dijimos adiós y me fui mientras la montaña de
productos de un cliente con un pedido normal iba ocupando el espacio que yo
dejaba. Y al salir del supermercado pensé en la gracia que le haría a Auster
que una de sus novelas, y su estilo y forma de ver la vida fueran el centro de
una conversación en el proceso de pago de cuatro cosas en la caja de una tienda
sita a miles de kilómetros de su casa y vida. Y es que cuando un escritor
arroja un texto, los lectores lo hacen vivir. Y la vida, ya saben, azar, es.
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