Ayer
La 2, dentro de su sección de cine clásico de los miércoles, echó “Matar a un
ruiseñor” excelente película basada en el homónimo libro de Harper Lee, que
casi nada más escribió en su vida. Cuenta una historia que sucede en el profundo
sur de EEUU en los depresivos años treinta, vistas por los ojos de Scout, la
hija del protagonista, en la que no cuesta imaginar a la propia Lee en sus años
juveniles. Atticus, el padre, su hermano Jem y otros lugareños son los protagonistas
de un relato de juicio, culpabilidad, inocencia, maduración y amor fraternal que
se puede ver una y mil veces.
Son
muchas y de todo tipo las lecciones que encierra esta película, pero quiero hoy
quedarme con una de ellas en el marco de lo que estamos oyendo en las
declaraciones de algunos de los encausados en el juicio del procés que se
celebra en el Supremo. En un contexto de racismo exacerbado, Atticus acepta ser
el defensor de Tom Robinson, un negro acusado de haber pegado y abusado de una
joven con una cierta deficiencia, hija de un padre violento y racista a más no
poder. El juicio en el que Atticus desarrolla su papel de abogado es una de las
piezas maestras de la película, pero más si me apuran son aquellas en las que se
ve claramente como la ley, encarnada en ese abogado, en ese hombre bueno que no
recurre a la violencia, es la única frontera que separa a los hombres del
salvajismo. No son pocas las ocasiones en las que se reclama la justicia del pueblo
para castigar al negro Tim, en el que el padre de la presunta agredida y algunos
de sus amigos quieren tomarse la justicia por su cuenta y amenazan la
integridad de Atticus y de aquellos que junto con él quieren un juicio justo
para Tom. Si en esa localidad se hubiera hecho una consulta sobre lo que
quisiera el pueblo para resolver ese caso no hay muchas dudas sobre el destino
de Tom, probablemente colgado por una multitud de un árbol, otorgando un final
brusco a la historia. Pero no es eso lo que sucede. Se desarrolla el juicio y
Tom tiene una defensa justa. Por si no la han visto (qué hacen sin verla, dejen
de leer estas tonterías y corran hacia su pantalla) no les cuento el desenlace,
pero volveremos a ver a Atticus, en su debilidad, en su soledad, encarnando a
la justicia, y enfrentándose a aquellos que, amparados en la masa y la
violencia, tratan de imponer sus doctrinas. Algunos de los encausados en el
procés o el mismo presidente de la Generalitat han declarado que la democracia
o la expresión del pueblo está por encima de las leyes, y que ese derecho da
amparo para no cumplirlas si así se considera conveniente. Ideas de este tipo, que
suenan a libertarias y progresistas, suelen esconder habitualmente pensamientos
reaccionarios, totalitarios, en los que una parte de la sociedad bues por
encima de todo imponer su proyecto a todo el colectivo, y suele ser la ley, los
Atticus de turno, los que se oponen, los que ofrecen el último muro de resistencia
ante la presión de ese “pueblo” que los líderes dicen encarnar. En el País
Vasco, durante décadas, los Atticus fueron, directamente, asesinados, por los
que encarnaban la idea totalitaria de la sociedad, y ha costado décadas de
sufrimiento y cientos de muertos llegar a una situación de mínima convivencia
estable en al que la ley se impone y el delito se persigue, pese a que aún se jaleen
los asesinatos y se admire a sus perpetradores en algunos sectores de la
sociedad. El avance que se ha vivido en Euskadi en estos años es innegable, aún
insuficiente, pero va en el buen camino. Justo al revés es el recorrido que se
vive en Cataluña, donde la idea de violentar la ley en nombre de un pueblo se
ha abierto paso en una parte significativa de la sociedad, que entiende por ley
sus deseos y nada más. El problema, que es de fondo, es grave.
Es
el débil, el que no puede recurrir a la fuerza, el que más necesita que la violencia
sea sometida por la ley. En los colegios se busca proteger a los enclenques de
los matones, y así debiera ser en toda colectividad. Esa esa pulsión entre la violencia
desatada y el orden legal es una de las constantes en muchas películas del
oeste, que narran en el fondo la creación de una sociedad partiendo del
salvajismo y la ley del más fuerte. Atticus, modelo de integridad admirado
durante generaciones, enseña estas y otras muchas lecciones a sus hijos en un
ambiente que ellos, poco a poco, descubren que es más hostil de lo que la
infantil visión de la vida hace creer. Pero también descubrirán que personas que
parecen malvadas no lo son cuando se les conoce. Sí, vean esta excelente película,
si tiene hijos, con ellos, y háganse preguntas sobre lo que les cuenta.
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