Debilitada,
quizás enferma, e incapaz de hacer frente a las corrientes y temporales que
estos días pasados azotaron la costa cantábrica, la semana pasada una ballena
acabó en las playas de Sopelana, en la costa de Bizkaia, cerca de Bilbao. El
ejemplar era muy grande, de más de quince metros y treinta toneladas de peso.
No vivió mucho en el arenal y murió a las pocas horas de haber embarrancado allí.
Retirarla
fue una obra de ingeniería complicada dadas sus dimensiones, y fueron
necesarias varias grúas y transportes especiales para sacarla de la playa y
llevarla a un vertedero.
No
es frecuente, pero tampoco una rareza, que un rorcual acabe en nuestras playas,
y de producirse ese hecho suele darme más en invierno, dado que el mar en esa época
es muy agresivo y los ejemplares mayores son los más dados a no soportar sus
embates. Lo mismo nos pasa a los humanos en estos meses de frío y gripes. Siendo
como es la ballena un mamífero muy especial, descomunal en su tamaño y de difícil
estudio in situ, este suceso ha proporcionado una oportunidad única a los investigadores
para hacerse con el cuerpo y tratar de averiguar más sobre su metabolismo y
formas de vida. Uno de los principales órganos de estudio son los ojos, muy
particulares, como los de cada especie, adaptados a condiciones muy concretas,
y en este caso de enormes dimensiones. Y ha sido uno de los ojos de esta
ballena el que ha proporcionado la noticia más absurda de esta semana y, quizás,
la de mucho tiempo, aunque lo del relator no le va muy a la zaga. Resulta
que el equipo de la UPV que pretendía estudiar los ojos de la ballena ha debido
de hacerlo sólo con uno de ellos, porque algunos desaprensivos, en la madrugada
posterior al arrumbamiento, robaron el otro. Sí, sí, alguien fue de noche,
sólo o acompañado, a un arenal vizcaíno en medio de un temporal de invierno a
robar un ojo de ballena, un órgano de cerca de veinte centímetros de diámetro
que está en lo alto de uno de esos enormes cuerpos. Casi me cuesta tanto
imaginarme la escena del hurto como la génesis del mismo. ¿A quién se le ocurre
hacer semejante chaladura? ¿Se juntaron un grupo de pirados para lanzarse a la
playa? ¿Fue fruto de una apuesta, un calentón, la derivada típica del “a que no
hay huevos”?. Y ¿Cómo se extrae un ojo de una ballena? No se ustedes, pero mis
conocimientos de veterinaria son escasos, y desde luego no tengo ni la menor
idea de cómo se extrae semejante órgano, de qué forma se puede transportar y
conservar y, claro, dónde guardarlo para que se mantenga en condiciones de ser
visto, el pobre ojo. Supongo que fue más de uno el autor de semejante hazaña,
que quizás ahora compartan orgullosos el fruto de su noche salvaje, sosteniendo
el ojo en un bote, o en yo que se qué recipiente, sintiéndose observados por el
espíritu del animal al que profanaron a las pocas horas de haber expirado. Más
allá de la pérdida que supone para la investigación científica, que no es poca,
la sola idea de la confabulación para el acto, la nocturnidad, el deambular por
la arena, el arrancar el ojo (no se si eso es lo que habría que hacer) y llevárselo
a todo correr supone una escena, en su conjunto, sacada de una novela de misterio
o el argumento de una película que, quizás, sea rodada en el futuro, y puede
que alguno de los autores de los hechos acudan satisfechos a verla, sabiendo lo
que conservan en el altarcito que construyeron exprofeso en una lonja o lugar
escondido de su posesión. Desde allí, el ojo de la ballena emula al de Sauron,
pero sin anillo de fuego que lo circunde. Les observa, les pregunta por qué sin
que haya una respuesta cabal que satisfaga la curiosidad animal, e inanimado, sus
partes reflejan a los que un día le extrajeron de su dueño para coronar la
estulticia humana.
Viendo
las imágenes de la ballena en la arena y la gente arremolinada en su entorno
también me vino a la mente un pensamiento curioso. Hace poco más de un siglo la
ballena era la fuente de energía principal de la sociedad. Su grasa permitía alimentar
a no pocos y hacer aceite que era usado para iluminar farolas y negocios. La
industria ballenera fuer la precursora, a escala, de la petrolífera. En aquella
época que una ballena varase en la costa era como si ahora montones de latas de
gasolina, llenas, se hicieran accesibles a los paseantes del arenal. Las
carreras para hacerse con ellas serías despiadadas, sin duda. El paso del
tiempo y la tecnología han relegado, afortunadamente, a la ballena de recurso a
ser sólo un animal. Pero el robo ha mostrado la rapaz que anida en nuestra
psique. ¿Dónde estará ese ojo?
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