Una
de las cosas más llamativas, y tristemente menos novedosas, de la manifestación
del pasado domingo en Colón fue que el comunicado final (ramplón,
lleno de inexactitudes) fue leído por tres periodistas muy afines a la
convocatoria. ¿Qué es lo criticable? ¿A caso los periodistas no tienen derecho
a tener ideología? Claro que pueden tenerla, y apuesto a que muy pocos, si los
hay, carecerán de ella, pero no pueden dejarse nublar por su ideario para
realizar su profesión, lo que sería algo más grave que una dejación de su
trabajo. Cuando uno lea una crónica del tema que sea de alguno de esos tres
periodistas ya sabe, antes de empezarla, cuál va ser la conclusión de la misma,
y eso pervierte el artículo y el trabajo, que ya no es periodismo.
Lo
malo es que lo del domingo no es sino el último ejemplo de una tendencia cada vez
más exacerbada en nuestros medios de comunicación, que es vender como
periodismo lo que no es más que propagandismo. Este mismo domingo leer la
prensa era deprimente. El País, ABC, El Mundo o La Razón estaban convertidos en
panfletos militantes que arengaban a las masas a acudir a la concentración de
Colón so pena de no ser españoles si no se actuaba así o que calificaban como mínimo
de sectarios y gilipollas a los que allí se iban a reunir. En los periódicos
existe una sección llamada Opinión en la que se explaya la línea editorial del
medio. Todos la tienen, sector y línea, y es lógico que así sea. El problema es
cuando esa sección se extiende más allá de sus límites y la opinión inunda todos
los demás aspectos del medio, convirtiéndolo en poco más que un tebeo. Observamos
como normal que la prensa deportiva esté totalmente sesgada hacia uno u otro
equipo, mediatizando de esta manera todo lo que suceda, usando las gafas de los
colores del club de los amores como guía para juzgarlo todo. Esa aberración nos
parece normal, y poco a poco esa misma aberración está llegando a la prensa
seria, la no deportiva, y a todos los medios de comunicación, cuyos sesgos,
simplezas y militancias empiezan a ser, en su mayor parte, insoportables. Y lo
peor es que todos se venden como adalides de la objetividad y el periodismo
cuando no hacen sino traicionar en cada momento el código deontológico de la
profesión que dicen practicar. La radio es uno de los medios que más pluralidad
posee, donde aún existen oasis de concordia, lucidez y pensamiento crítico,
pero cada vez son menos. Ahora mismo, 08:02 de la mañana, la mayor parte de los
popes de las ondas emiten sus editoriales, y ya sabemos que unos tienen como
argumentario “hoy hay que defender al gobierno como sea” y el de otros es “hoy
hay que criticar al gobierno como sea” y los forofos lo escuchan ansiosos de obtener
su dosis diaria de placebo o inquina, según lo que se prefiera. Me parece tan
asombroso como falso. Se llega a extremos de impudicia que cortan la respiración,
como profesionales afines al PP (pongamos Carlos Herrera) que obtienen un
programa en la tele pública cuando gobiernan los suyos mientras critican la
mera existencia de un ente del que no les importa cobrar, o profesionales
afines al PSOE (pongamos Miguel Ángel Oliver) que pasan de presentar un
informativo un día para el siguiente ser nombrado secretario de estado de comunicación
del gobierno de Sánchez. ¿Dónde está la objetividad de ambos profesionales?
Cuando dejan esos cargos o puestos, ¿cómo pueden hace creer a los que no son “de
los suyos” que su trabajo periodístico es ecuánime y riguroso? A escala, me
recuerda a esos jueces que saltan de los banquillos a la política y luego
vuelven a juzgar, como si no hubiera pasado nada, y todos los observamos con la
admiración que se asocia al equilibrista pero casi nadie los denuncia por su
condición de mercenario. Están invalidados para juzgar, pero les da igual y lo
hacen. Así, muchos medios pervierten su función y se invalidan como tribunas de
debate y foros de pensamiento.
Quizás
parte de este sesgo infantiloide que vivimos provenga del infantilismo general
de nuestra sociedad, del efecto que las redes de internet han generado en la divulgación
de las noticias, del deseo de cazar clicks a cualquier medio y, desde luego, de
la debacle financiera de las empresas periodísticas, que no pueden renunciar a cualquier
euro, venga de donde venga, en medio del derrumbe de las ventas de las
cabeceras y la despiadada lucha por una tarta publicitaria que cada vez tiene más
competidores. Como diría Jose María Calleja, los medios están convirtiéndose en
nichos que hacen felices “a los muy cafeteros”, a los suyos, pero que no son lo
que dicen ser ni hacen la función que, tan necesaria, debieran ejercer. La
crisis del periodismo es mucho más profunda que el enorme problema económico y
tecnológico que acucia al sector.
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