El
fin de semana pasado tuvo lugar la conferencia de Munich, encuentro que, en la
capital bávara, reúne a dirigentes políticos de medio mundo con el tema de la
seguridad y la geoestrategia como centro de todos los debates y ponencias. Es
un foro técnico y de tamaño medio, pero que en los últimos años ha ido
creciendo en atención mediática y en capacidad de convocatoria de altos cargos
internacionales. Se le considera el “Davos” de las relaciones internacionales,
pero se mantiene alejado de la parafernalia que acompaña a la reunión de la
montaña mágica suiza. Pese a ello, cada vez son más las noticias que surgen de
este encuentro y las anécdotas que en él se protagonizan. Y de un tiempo a esta
parte, los desencuentros que allí se manifiestan.
Y
es que sí, estamos en una era turbulenta en la que las relaciones
internacionales globales caminan a un cada vez mayor desorden. Las reglas que
el mundo se dio a sí mismo tras el final de la Segunda Guerra mundial, que son
las que han regido nuestra existencia, ya no funcionan, y poco a poco pierden
fuerza ante un cambio de sociedades y poderes que no se tuvieron en cuenta en
aquel momento. El papel hiperglobal de EEUU se mantiene, pero su hegemonía ya
no es tan absoluta, y un nuevo rival, China, ha emergido en el horizonte y
crece a pasos agigantados, reclamando poco a poco el poder que su peso específico
le confiere. Antiguos poderes como Rusia decaen, pero lo hacen de manera revoltosa,
poniendo zancadillas a su alrededor y alterando en lo posible la convivencia de
países vecinos, en una actitud que demuestra, más que la fuerza de esa nación,
el miedo a asumir su decadencia. Vínculos internacionales que se creían sólidos
y casi eternos se debilitan a marchas forzadas sin que sepamos muy bien cómo
replantearlos. El caso de la alianza trasatlántica entre el mundo anglosajón y
Europa es un claro ejemplo de esto. Los EEUU, dirigidos de manera caótica por
un Trump que ni siente ni padece, rompen amarras con el resto del mundo y, por
primera vez en muchas décadas, se muestran como un socio poco fiable, como una
fuente de problemas más que de soluciones. El caso de Reino Unido es una versión
a escala de este problema, con una actitud de fuga ante sus socios europeos que
refleja la profunda división de su sociedad y la no asunción de la pérdida
efectiva de poder de lo que antaño fue un imperio, y hoy sólo es recuerdo. Los países
europeos, como dice el dicho, se dividen entre aquellos que saben que son muy pequeños
en el mundo global y los que aún no son conscientes de ello, y Reino Unido no
acaba de asumir su pequeñez ante el panorama internacional. Las oleadas de
populismo, uno de los frutos más indeseables de la crisis económica de 2008,
han hecho mella en la confianza mutua de las naciones, y los organismos
globales se las ven y desean para si quiera juntar a todos los actores
importantes de cada uno de los temas en un mismo foto global. El crecimiento de
los problemas que afectan a todo el mundo y exigen soluciones coordinadas es
cada vez mayor en un contexto, cruel paradoja, de más división y recelo.
Cuestiones como el cambio climático, el envejecimiento de la población, la
regulación económica global, el surgimiento y gestión de la IA, la privacidad y
otros temas de enorme calado no pueden ser resueltos por una sola nación, ni
siquiera por un grupo de ellas, sino por una actitud coordinada que diseñe
estrategias adecuadas y calcule y reparta costes y beneficios. Visto el
panorama actual podemos sentarnos a esperar, en un sofá muy cómodo, a que surja
de los principales países una voluntad de consenso y cooperación. Y mientras
eso ocurre, las reglas conocidas, algunas todavía operantes, otras obsoletas,
empiezan a amenazar ruina y pueden decaer sin que sus repuestos se hayan puesto
en marcha. Como muchas otras cosas, el orden global es algo que se nota cuando
deja de funcionar, y se ven entonces los costes de haberlo perdido.
Circula
un vídeo de este fin de semana en Munich en el que Merkel clama a favor del
comercio global, en contra del proteccionismo, admite que los coches alemanes son
muy buenos, lo que no ve como algo negativo, y señala que una de las mayores
plantas de montaje de los mismos está en EEUU, y que de allí se exportan a
otros países, creando empleos en esa América que vota a Trump. Su intervención
es recibida con risas y aplausos. La cámara enfoca al auditorio en el que,
junto a Borrell, vemos a una Ivanka Trump que ni ríe ni muestra reacción alguna
ante las palabras de la canciller, porque lleva mal puesto el auricular y no
puede escuchar la traducción simultánea de las palabras dichas en alemán. Como
imagen de desunión global, pocas me parecen mejores.
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