Ayer,
en la buena compañía de JLRC, que me llevó en coche, pude ir a un cine de esos inmensos
que se extienden por el extrarradio de Madrid, allá donde la ciudad empieza a
confundirse con áreas no urbanizadas y colonias de matojos y polígonos, para
ver Apollo
11, documental producido con motivo del cincuenta aniversario de la llegada
del hombre a la Luna, que se puede ver en algunas salas durante estos días, y
que mediante una sucesión de escenas e imágenes reales, recrea todo el viaje
que Armstrong, Aldrin y Collins protagonizaron hace medio siglo, desde alguna
jornada anterior al despegue hasta el momento del amerizaje, con retazos
finales del recibimiento a los protagonistas como lo que eran, modernos héroes.
En
las pocas palabras que pronunció Armstrong antes, durante y después de aquella
odisea, ninguna fue para enorgullecerse de lo logrado, aunque sí para
festejarlo, pero casi todas fueron de agradecimiento a los miles de personas
que habían trabajado para que aquel proyecto, soñado y tan inimaginable se
hubiera convertido en realidad. Menos de una década transcurre desde que
Kennedy pronuncia ese discurso en el que pone el objetivo de la Luna como una
de las metas a alcanzar y el verano de 1969, cuando se logra. En esos años el
esfuerzo inversor que realizan los EEUU es tan ingente como difícil de calibrar
desde una óptica civil actual, en la que la movilización de recursos para
proyectos es realmente dificultosa. Y las hordas de profesionales que
participan en aquella aventura son, simplemente, incontables. En casi todos los
momentos del documental se ven escenas de decenas, cientos de personas, que
trabajan incansablemente revisando procedimientos, actualizando datos,
simulando situaciones, controlando, haciendo mil y una tareas para que todo se
desarrolle como es debido. Vemos el inmenso cohete en la plataforma de
lanzamiento, pero no sabemos cuántos miles de personas y empresas han podido
participar en su construcción, el trabajo de ingeniería, diseño y de cualquier
otra labor que usted pueda imaginar necesario para construir semejante máquina,
la mayor y más compleja existente hasta la fecha. Y también la más peligrosa.
En todo momento los astronautas saben que corren riesgos, que el viaje lunar
es, por sí mismo, una peligrosísima aventura llena de momentos en los que un
error puede dar al traste con las vidas de los tripulantes, y donde su pericia
y profesionalidad serán puestas a prueba en todo momento. Y también saben los
tres protagonistas que sus vidas están en manos de toda la gente que trabaja en
la tierra para ellos y en la de todos los que han contribuido a que esas
maquinarias funcionen como es debido. A una hora del lanzamiento aún hay
técnicos que aprietan válvulas en la plataforma de lanzamiento para que todo
esté como es debido. Subidos en lo alto de una bomba controlada de cien metros
de altura, en un habitáculo donde los tres van encerrados en un espacio en el
que su movilidad es reducida y la intimidad nula, saben los astronautas que son
la última punta de un proyecto inmenso, el último eslabón de una cadena
prodigiosa que les ha llevado hasta allí y que va a seguir trabajando, tensa y
eficientemente, hasta traerlos de vuelta sanos y a salvo. Por eso, en tiempos
de egocentrismo subido y postureo como los que vivimos, en los que los logros,
a veces ínfimos, se convierten en triunfos personales de uno mismo comparables
a gestas épicas, asombra y alecciona aún más escuchar a tres hombres que
llegaron más lejos que ninguno, oír a esta y a las otras cinco tripulaciones
que llegaron a pisar la Luna (y la frustrada del Apollo 13), y admirar su
modestia. No alardearon nunca de lo logrado, no se mostraron orgullosos,
distantes, soberbio o atribuidos de un poder o un don especial, no se
consideraron especiales por lo hecho, sino satisfechos y orgullosos de haber
contribuido a ello. Esas tripulaciones, cuyas vidas ya nunca fueron igual una
vez que regresaron, vieron el mundo de una manera como nadie lo ha vuelto a
hacer, y eso les hizo ser distintos.
Montado
como si de una película de acción se tratase, el documental será disfrutado por
todos aquellos a los que nos encanta la carrera espacial y por los que tengan
conocimientos técnicos, pero quizás sea aún más placentero para los que lo vean
como una historia emocionante, con momentos de tensión, belleza, alegría y
miedo. En el fondo, siglos y siglos después, volvemos a ver a Ulises, que viaja
a Troya y sufre la odisea para volver a casa, y ese viaje de ida y vuelta se
repite una vez y otra a lo largo de la historia de la humanidad, desde las
tibias o agrestes aguas del Mediterráneo hasta la inmensidad del vacío del
espacio, allí donde no hay nada, y una pequeña bolita azul es el lugar donde los
nuestros tejen y destejen esperándonos, ayer hoy y siempre.
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