Fue
ayer Europa, el corazón de sus instituciones, la muestra de lo peor y de lo
posible, del acuerdo in extremis y con cesiones mutuas, más de unos que de
otros, que permitía desbloquear la investidura de los altos cargos
comunitarios, y de la muestra de la ceguera absoluta a la que puede llevar el
nacionalismo, esa plaga mental, esa peste de los corazones que los transforma
en costra. El reparto de cargos comunitarios ofreció algunas sorpresas y cubrió
el espectro de nombramientos con caras conocidas como las de Borrell y Lagarde,
y otras inesperadas, como la hasta ayer ministra alemanda de defensa, Ursula
Von der Leyen, propuesta para presidir la comisión.
Pero
vayamos con los ciegos de razón y alma. Mientras los líderes políticos
regateaban su poder en forma de nombres y cargos, se constituía en Estrasburgo
el parlamento europeo, esa enorme cámara con dos gigantescos edificios, uno en
la ciudad francesa y otro en la propia Bruselas. Los más de setecientos
diputados llenaban un hemiciclo que puede verse reducido si finalmente los
británicos se marchan, y daban inicio a la legislatura con una sesión
protocolaria de buenas palabras y de himnos. Cuando
sonó el de la UE, que es la causa por la que todos ellos están allí, y la
fuente de la que cobran, los diputados del partido del brexit se dieron la
espalda. Mientras sonaban las notas del himno a la alegría de Beethoven,
una de las composiciones más universales de la historia, una de las cumbres de
lo mejor que hemos sido capaces de crear como especie, un grupo de
parlamentarios se encontraban girados frente a la pared, dando la espalda a sus
semejantes y la belleza que era interpretada en forma de simples, precisas,
maravillosas notas. ¿Hasta qué punto puede llegar la cerrazón nacionalista como
para despreciar al músico de Bonn? ¿Hasta dónde los prejuicios, mentiras,
sesgos y demás basura nacionalista son capaces de contaminar el pensamiento que
pueden hacer que alguien de la espalda al arte? Más allá de la cortesía, del
respeto que se merecen aquellos que están con uno en un mismo acto, de la
mínima cordialidad que debe existir entre semejantes que pueden discrepar en
sus idearios, las formas lo dicen todo. Uno puede no compartir himnos,
banderas, mensajes y demás, puede ser crítico con ellos, descreído, pero no
irrespetuoso en un acto al que ha acudido y participa. Una forma de evitar estos
desagravios es que esos diputados renunciasen a su acta y no estuvieran allí,
pero en ese caso no recibirían una cuantiosa suma de euros, a los que a buen
seguro muestran respeto pese a la simbología comunitaria que los adorna. Otra
opción es ausentarse del acto antes del inicio, dejando clara la postura de
rechazo pero evitando crear espectáculos, pero en ese caso estos personajes,
que viven de la imagen televisiva, de la provocación y el meme rápido en las
redes, se quedarían en lo que son, en nada, y no disfrutarían de su inmerecido
minuto de gloria. Adictos a las cámaras, necesitados de ser noticia constante
para que el ruido y la fama oculten su total ausencia de principios e ideas, estos
sujetos no solo desagraviaron ayer al resto de parlamentarios y demás personas
que se encontraban en la cámara, no sólo ofendieron a las instituciones que dicen
combatir pero de las que no renuncian a cobrar para vivir como reyes, no. Además
de todo eso, que es muy grave, ofendieron a la obra de Beethoven, despreciaron
la creación artística, encarnada esta vez en unos sonidos que, surgidos de la
mente de un alemán, son tarareados hoy en día en cualquier parte del mundo por
personas de cultura, origen e ideas completamente dispares, pero que encuentran
en esa secuencia de notas un mensaje que a todos les conmueve. Y es que esa es
la definición de arte, y el tiempo transcurrido es el que lo convierte en clásico.
Y esos que dan la espalda a esa manifestación de la cultura tan universal se
definen así mismos con su gesto. Y nula debiera ser la atención que les debiéramos
prestar, incluso ante ofensas tan rudas como estas.
También
ayer, a las puertas del parlamento de Estrasburgo, otro ciego de nacionalismo,
otro henchido de ego patrio y carente de otra idea, trató de montar un
espectáculo para reivindicar sus derechos, que en boca de un prófugo
delincuente y sectario político no deja de ser algo absurdo. Finalmente el
cobarde, que responde al nombre de Puigdemont, ni se asomó ante el reducido
grupo de engañados fieles que portaban retratos suyos y banderas catalanas
esteladas, por miedo a ser detenido. A su infame comportamiento se suma la
cobardía que enarbola día sí y día también para vivir como un rey exiliado de
una república fantasmagórica en la que le gustaría ser el adorado por todos. La
peste nacionalista, como la bubónica en la edad media, sólo genera un negro
rastro de destrucción a su paso.
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