Mientras el desgobierno que tenemos hace todo lo posible por hacernos creer que los herederos y socios del terrorismo etarra son gente progresista, mientras que todos los demás somos lo peor de lo peor, a cambio de cinco miserables votos presupuestarios, la pandemia sigue matando a un ritmo bastante acorde a lo que es previsible dada la mortalidad real que alcanza, y cada día se lleva a varios cientos de ciudadanos de este país, muchos cientos en otros, algunos miles en naciones más pobladas. Un ritmo que se sitúa en el entorno del 2% de la positividad detectada, que les permite a ustedes obviar todas las falsedades que se dicen desde las autoridades sanitarias y las otras, y asumir que ese porcentaje de muerte será el número de fallecidos en tres semanas dados los positivos de hoy.
¿Hemos normalizado que algo más de trescientas personas mueran cada día de coronavirus en España? ¿Lo hemos convertido en un componente más del paisaje y lo damos como obvio? Eso parece. A medida que las cifras suben y suben la insensibilidad ante ellas parece crecer a la par que la ausencia de responsabilidad colectiva en la tragedia. El recuento de muertos, que acumula cadáveres en unas dimensiones que hace meses se nos antojarían insoportables se vuelve rutina, estadística, números fríos que ya no logran escalar hasta lo más alto de los titulares de la prensa, que vuelven a estar copados por la miseria de la política que nos ha tocado vivir y sus sucios manejos. El deseo de casi todo el mundo con el que uno habla, y quizás sea el reflejo de la sociedad en su conjunto, es el de poder disfrutar de una Navidad normal, de poder juntarse, reunirse, como sí el hecho de que eso se pueda llevar a cabo o no estuviera plenamente en nuestras manos, y no en el aleatorio comportamiento de un virus al que empezamos a considerar parte de la familia. A escala, el comportamiento de nuestra sociedad cada vez se parece más al de esa irresponsable cría que hace unos días aparecía en unos vídeos, en los que reclamaba su derecho a divertirse, y protestaba contra el cierre de la hostelería. Nos morimos por unas cañas en el bar, por pasar la tarde ociosos en compañía de otros tomando tragos y sin preocuparnos de nada. Esa es la mayor aspiración de la sociedad en la que vivimos, por lo que parece, y por ello es lógico que se quieran obviar las cifras de muertos, que se escondan sus imágenes, que no se les preste el duelo y homenaje debido, que se les aparte. Los muertos son un incordio, un enorme fastidio, la causa de que cada uno de nosotros vea limitada su vida personal y su infinito derecho al disfrute, a la juerga, sin que nada ni nadie sea capaz de impedírnoslo. ¿Quiénes son esos muertos que me prohíben salir de juerga? ¿Por qué? Parece preguntarse esa cría en el vídeo con cara de amarga queja, y en su insolencia se refleja gran parte de nuestra mentalidad, del sistema de valores que nos hemos dado a nosotros mismo, que posee fortalezas, sí, pero también debilidades como estas, que en momentos de crueldad como los que vivimos afloran hasta hacerse tan hirientes como inmensas. Es la diversión el derecho máximo de nuestras vidas, el hedonismo el objetivo absoluto de las mismas, y nada es casusa suficiente como para frenarlo, nada puede interponerse entre el yo absoluto y su deseo de vivir la vida plenamente, pase por encima de quien pase o de lo que sea. El culto infinito a la juventud ociosa es uno de los pilares de nuestro mundo, en el que los no jóvenes, o los que no tienen ese estilo de vida, no existen. Cuando las personas se hacen mayores desaparecen del espectro social de interés, estorban, molestan, cuestan, impiden el disfrute. Son “pollasviejas” calificativo que ya no están raro oír pero que me sigue chirriando cada vez que lo escucho utilizado para denigrar a los que tienen mucha edad pero no quieren seguir callados. Y esta pandemia se ceba sobre todo en ese grupo de edad, no sólo, pero la mortalidad es exponencialmente creciente con los años, y el culto hedonista no soporta que su ritmo de vida se vea frenado por la necesidad de salvar a otros, y menos cuando esos otros son personas mayores, que ya no son nada ni nadie.
La asombrosa calidad de vida que se posee en nuestras naciones desarrolladas y muchas décadas de paz y prosperidad como las que hemos vivido, en un episodio de estabilidad anómalo a lo largo de la historia, son una bendición, y nos ha llevado a habitar el mejor de los mundos conocidos, pero no todo son ventajas. Uno de los inconvenientes generados, y que en estos momentos de crisis social se ve como uno de los más graves, es ese egoísmo personal exacerbado, ese “yoísmo” que, desde las redes sociales, donde crece con la fuerza de un monocultivo intensivo, se ha trasladado a la sociedad en su conjunto. ¿Quién tiene el valor de decirle a esa chica que, en medio de esta pandemia, NO tiene derecho a divertirse?
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