En la madrugada del lunes al martes se lanzó, desde la Guayana francesa, un cohete Vega de la ESA (Agencia Espacial Europea) que portaba dos satélites, uno español, el Ingenio, y otro francés, Taranis, destinados ambos a la observación e investigación de la Tierra mediante distintas formas y tecnologías. El satélite español había sido construido por un conjunto de empresas nacionales y multinacionales de experiencia probada en el tema espacial y financiado mediante fondos públicos a través de organismos de la Administración del Estado, como el Ministerio de Industria o el de Ciencia e Innovación, o entidades públicas empresariales como el CDTI. El coste del satélite era de unos doscientos millones de euros.
El uso constante de términos en pasado para referirnos a Ingenio viene del triste hecho de que Ingenio ya no existe. Probablemente se estrelló poco después del lanzamiento en una zona próxima al círculo polar ártico, y más o menos se puede decir lo mismo de su compañero francés de viaje. El cohete Vega falló en su cometido de colocarlos en las órbitas previstas por un problema técnico en la cuarta y última de sus fases, la capacitada para realizar encendidos simultáneos, que en el primero de los varios previstos no llevó a cabo lo que se preveía y fue incapaz de subir la carga hasta el punto previsto. Va a comenzar un proceso de investigación sobre lo que ha pasado y qué ha fallado, como es lógico, y como primera hipótesis se apunta a un fallo humano en el proceso de fabricación de esa cuarta fase, en la que algunos cables pudieron estar en una mala disposición y ser los causantes del erróneo funcionamiento del motor del cohete. Sea cual sea la causa, la misión está perdida, y el dinero invertido habrá servido para dar empleo a los trabajadores y empresas que han fabricado el satélite, pero no va a dar ninguno de los frutos previstos. Se ha volatilizado sobre el ártico, como toda la misión. Fracasos como estos nos pone, nuevamente, frente a la cruda realidad de lo arriesgado y difícil que es llegar al espacio y lograr conseguir órbitas y demás cosas que vemos que realizan las naves y objetos que allí lanzamos. El verbo que usamos para alcanzar el espacio, lanzar, ya nos dice que se trata de un proceso brusco, súbito, que una vez iniciado no es posible de detener, que más nos vale apuntar bien la trayectoria y no cometer fallo alguno, porque un viaje en un cohete es como una pieza musical, no consiente ningún error. La sucesión de éxitos en su programa espacial de SpaceX, la empresa de Elon Musk, nos ha acostumbrado, de mala manera, a ver los lanzamientos como algo rutinario y que sucede de una manera tan exitosa que parece imposible que pueda ser de otra manera, pero nada más lejos de la realidad. Cada lanzamiento que triunfa supera cientos y cientos de problemas que, cualquiera de ellos, podría hacer mandar al traste toda la misión. Basta pensar que subir al espacio es, esencialmente, ponerse en la punta de un trasto al que se le hace explotar de manera controlada para que el impulso de la explosión te eleve hacia las estrellas. Un cohete alcanza la órbita por pura fuerza bruta, por el consumo desaforado de combustibles (propelentes y oxidantes para ser más exactos) que se lanzan en sentido contrario a la marcha, y lo más lejos posible de la carga útil o de los astronautas, que ocupan la parte superior de toda la estructura. No hay aviónica, planeo, ni nada asociado a la aviación que de una oportunidad a la carga útil o pasajeros una vez que el cohete se eleva un metro sobre la plataforma de lanzamiento. Los cohetes tripulados poseen una escapatoria para sus ocupantes diseñada en caso de que los primeros kilómetros de ascenso sean incorrectos y puedan, digámoslo así, saltar y llegar al suelo con paracaídas, pero es una solución muy provisional y que sólo resulta práctica en un momento bastante inicial del proceso. Los de carga como este que comentamos, nada de nada. Recordemos, en definitiva, que un cohete no es más que un enorme depósito de combustible que se debe consumir en su totalidad, y de manera explosiva, para poder alcanzar el objetivo. Así de duro y crudo.
El fracaso de Ingenio, aunque no haya sido por causas achacables a España, es un palo considerable para nuestro sector aeroespacial, aunque sólo sea por la frustración de ver destruido el esfuerzo inversor e investigador de varios años y millones de euros, que no es poco. Siguen en marcha otros proyectos y la participación nacional en misiones conjuntas de la ESA, y colaboraciones con la NASA, y las empresas españolas del sector tienen una buena imagen internacional, y las instituciones seguirán apostando por este sector, pero nunca olvidemos que en el espacio todo es peligro y adversidad. El riesgo está en todas partes. Ad astra per aspera.
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