Este pasado sábado fui al cine. En una frase tan sencilla se encierra algo que, en este año 2020, se ha convertido casi en una heroicidad. Restricciones de aforo, confinamientos de zonas sanitarias, toques de queda, distancias de seguridad, cartelera decapitada…. Quizás sea este año en el que menos he pisado una sala desde que, en mi adolescencia, el cine de Elorrio cerró y lo de ir a una sala a ver películas era algo que no se podía hacer en el pueblo donde se vivía. Fuimos adelantados a la decadencia de las salas y transgresores con su reapertura. Ahora, en medio del desastre, de la restricción de público, de la feroz competencia de las plataformas y el mundo virtual que todo se lo lleva, el futuro de las salas parece tan negro como su oscuro interior.
En todo momento tuve sensación de seguridad, antes de la película, durante y después. Vendido todo en localidades alternas, iba solo, así que no notaba la forzada separación en las no pocas parejas que había en la sala. No era la película propicia para el magreo sentimental, pero hasta eso, uno de los presuntos atractivos del cine acompañado, se ha convertido en imposible por culpa del virus que todo lo trastoca. Es obligado llevar la mascarilla toda la proyección, cosa que empieza a no ser ni incómoda, porque el cuerpo se acostumbra a lo que le echen y al final los apósitos y demás con los que cargamos se convierten en parte de uno mismo con la naturalidad con la que se llevan colgando tantos imperceptibles dedos. El gel hidroalcohólico te espera a la entrada y la salida del recinto, como el fiel que siempre estará contigo, y los empleados te obligan a saludarle y, a él sí se puede, darle la mano. El chorrito que cae te embadurna más o menos, depende de lo preciso que sea el dispensador automático y la torpeza personal, y es inevitable que se acumule una montañita transparente y gelatinosa en el soporte colocado bajo el efímero chorrito, que los nada habilidosos como yo alimentamos con la regularidad necesaria para crear, con el tiempo, una estalagmita que pudiera llegar a unirse con la boca del dispensador si la infección que padecemos durase eras geológicas, y la diligencia del encargado del local estuviera más atenta al paisanaje que entra en la sala que a la limpieza de todo lo que rodea el protocolo actual de ir a un espectáculo. Pero, como fuerza geológica que destruye los planes larvados de la paciente naturaleza, el empleado se afana en retirar cada cierto tiempo el sobrante de gel, y la formación, que, sueña en sus mayores calcáreos, vuelve a nacer una y otra vez a cada grupo de espectadores que entra en el local. Ya sentados en nuestras butacas, tras los anuncios, una empleada nos recuerda nuevamente las normas de prudente seguridad sanitaria, en una escena que tiene algo de cabina de avión y muestra de cómo se ponen los cinturones o se infla el chaleco salvavidas. No señala a las separadas parejas que sólo pueden quitarse la mascarilla para ingerir los productos que están comiendo, comprados en la sala, pero no para besarse o tocar otras partes de su cuerpo, de tal manera que el presunto morbo físico de la compañía cinematográfica acaba siendo cercenado por palomitas y espacios de distancia. Uno puede quitarse la mascarilla para comer una chuchería ruidosa, pero, al parecer, no para coger la mano distante de su acompañante, acercársela a la cara y besarla, como remedo de lo que serían sus labios si no hubiera un mar de felpa y respaldos en medio de ambos cuerpos. Es el triunfo definitivo de la cuenta de resultados de la sala sobre el sentimentalismo del amor a la pantalla, que no pocas veces esconde el amor a la de al lado, ella que sí que mira a la pantalla. Cuantos sueños y espectadores han nacido, o al menos se han concebido, con una proyección como prólogo, y cuántas malas películas se ha tragado él o ella para poder estar en su compañía, sentir su cuerpo rozar en la oscuridad que evoca una habitación sombría, y convertir las imágenes que se suceden en el fondo luminoso en el escenario no del director, sino del que se cree protagonista de su romántica aventura. Ahora, en tiempo de coronavirus, sólo se puede ir al cine a ver la película, como siempre hemos hecho los solteros empedernidos, los solitarios de asiento impar de butaca centrada y algo por atrás de la sala. Más vale, para los que acuden acompañados, que les guste lo que van a ver, porque nada más podrán contemplar.
A la salida, como a la entrada, el gel te despide y te lanza a una calle en la que la noche ya es muy cerrada, pese a no ser tan tarde, cosas del invierno, y en la que las terrazas están tan atestadas de gente como lo estaban cuando entraste en la sala, sin hidro, pero con mucho alcohol, sin distancia, con barullo, con magreo, con cercanía de parejas, con grupos de chicos y chicas que no requieren intimidades de sala para insinuar que quieren lo que buscan en las y los que les rodean, donde la distancia de seguridad es algo que sólo existe en un futuro de amores gastados por el aburrimiento, y la oscuridad, heladora y temprana, aún es joven. Dentro, en el cine, las medidas de seguridad siguen funcionando a ritmo de proyección digital.
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