En el proceso, de momento sostenido, de bajada nacional de contactos y apaciguamiento de las cifras de la pandemia, con una mortalidad diaria que vive en el entorno de los angustiosos dos centenares de personas, y con las perspectivas de una vacunación para la que se presentan pomposos planes pero aún no hay viales que la contengan ni suministro médico asegurado, la Navidad llama a la puerta en forma de tentación de normalidad, en deseo de reencuentro con propios y ajenos, y en ganas de fiesta. Se repite una y mil veces eso de “hagamos sacrificios ahora para salvar la Navidad” cosa que me parece un error en todos los sentidos.
Quizás este sea el año ideal para darnos cuenta de que el mejor regalo de Navidad posible puede ser vivirlas sin familia, con el ahorro de disgustos y broncas que eso conlleva, pero no parece que queramos aprovechar la oportunidad que la desgracia vírica nos ofrece. Más en serio, aunque lo anterior también lo era, subyace un pensamiento en políticos, gente de la calle y todo aquel con el que uno se cruce que no deja de repetir que las restricciones que ahora vivimos, y que empiezan a aflojarse con cierta prisa, son necesarias para doblegar ahora la curva y salvar la Navidad, en la creencia de que esos días de final de año y paso al nuevo 2021 sean lo más normales que uno pueda imaginar. Y eso es un gran error. El virus no conoce lo que es un día laborable o festivo, cosa que los humanos aprendemos casi antes de nacer, y le da igual el motivo por el que practiquemos actividades de riesgo que para él son un festín. Encuentros familiares, celebraciones, reuniones en locales cerrados, abrazos, ausencia de protección y distancia de seguridad, etc etc, y todo ello abundantemente regado con alcohol que contribuye a relajar todo tipo de medidas, no sólo las sanitarias. Para un epidemiólogo estas fiestas son la pesadilla perfecta, algo así como la emisión continua de deuda pública para un economista preocupado por la viabilidad futura de las cuentas. Es muy difícil transmitir la idea de que debemos comportarnos de otra manera en nuestros actos sociales y personales cuando, con ansia, vendemos el mensaje de “sacrifícate ahora para disfrutar después”. Ya vimos las consecuencias desastrosas que tuvo el relajamiento de conductas en verano, todo ello tras el mensaje institucional, de Presidente del Gobierno hacia abajo, demandando una vuelta a la normalidad, al consumo compartido, a no preocuparse. El virus volvió, porque no se ha ido, porque una vez que llegó ya va a estar siempre ahí, y la segunda ola era cuestión de tiempo, de esperar a que los contagios, primero silenciosos entre jóvenes y asintomáticos, revertieran en forma de afección, hospitalizaciones y muertes. ¿Aprendimos algo en verano otoño del desastre de la primavera? No. ¿Seremos capaces en Navidad de aprender de lo sucedido en verano otoño? Apuesto casi seguro a que tampoco. Y eso, si es así, se traducirá en repuntes de contagios al comienzo del año, y un amargo regalo de reyes en forma de curvas ascendentes de hospitalizaciones y, otra vez, de más muertos. Esto es matemático. Si no somos capaces de mantener distancia personal entre nosotros y limitamos nuestras relaciones el virus correrá entre unos y otros, y el espumillón navideño no forma parte del equipo de protección individual ni desinfecta en lo más mínimo. Correr para abrir la Navidad es, probablemente, correr hacia una nueva ola.
Este jueves es Acción de Gracias en EEUU, lo más parecido que hay allí a la Navidad, entendiéndolo como reunión familiar y generadora de enormes desplazamientos internos para volver a casa. Los contagios siguen disparados en aquel país y, sin precauciones, esta festividad puede espolearlos aún más. Este festivo norteamericano nos puede servir a los europeos de ensayo ante nuestras navidades, de test para ver cómo gestionar la fiesta de diciembre y los encuentros asociados a la misma. Allí, y aquí, otra vez, la responsabilidad personal será clave a la hora de afrontar el riesgo de contagios y la salvaguarda de los nuestros. Por favor, seamos responsables, hay vidas en juego.
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