Como si fueran de Bilbao, los norteamericanos celebran noches electorales formato semana grande del botxo, que se extienden durante varios días. Aún a día de hoy, una semana después de las elecciones, no ha terminado el recuento, pero ya en la tarde del sábado, las cadenas de televisión, que son las que lo hacen allí, proclamaron a Biden como presidente electo una vez que el número de votos que quedaba por escrutar en Pensilvania era menor que la diferencia que el demócrata le sacaba a Trump. Con este estado, que aporta veinte votos electorales, Biden superaba los 270 deseados y alcanzaba la Casa Blanca, como colofón a una carrera política de más de cuatro décadas, ahí es nada.
Nada más saberse la noticia todo el mundo reaccionó, y eso es literal, lo que demuestra que, todavía, EEUU es el centro de nuestro mundo mediático y emocional, y eso le convierte en imperio tanto como el poder de su inmenso ejército. Las masas de partidarios demócratas se lanzaron a la calle a festejar un triunfo que soñaban desde hace cuatro años y los republicanos empezaron a rumiar una derrota en medio de los constantes mensajes de fraude y amaño que Trump y su equipo no dejan de propagar desde hace semanas. A día de hoy todavía lo hacen, y eso es uno de los factores que van a hacer de este proceso de transición en el que nos hemos embarcado uno de los más extraños y, también, peligrosos. Biden ha ganado las elecciones, Trump las ha perdido, y ambos han sacado unos resultados excelentes, siendo los dos candidatos más votados de la historia de aquel país. Eso otorga un gran valor al resultado cosechado por el republicano, y es una enorme baza de cara a lo que decida hacer con su carrera política y con el partido, que ahora dirige como si fuera otra de sus empresas familiares. Dice la tradición electoral de aquel país que el candidato perdedor hace un discurso de concesión, en el que reconoce su derrota y se pone al servicio del nuevo presidente, garantizando de esta manera tanto la legitimidad del resultado como el proceso de transmisión del poder. Esta es la vía conocida para que este traspaso de poder no sea traumático y no genere graves problemas. Asistimos con cierta frecuencia, sobre todo en África, a procesos de elección que se frustran cunado la parte derrotada no lo reconoce y anima a sus huestes a conseguir en las calles lo que las urnas no han otorgado. En España la tradición de reconocer los resultados es moderna, sólo se dad desde la instauración de la democracia a finales de los setenta, y nuestra historia es una cruel sucesión de asonadas, asaltos, desplantes y guerras provocadas por la negación del adversario y del triunfo que logre alcanzar. Los EEUU son una sociedad moderna, de clase media, estable en lo social y económico, pese al azote de la pandemia, y durante siglos, repitan conmigo, siglos, han asistido al traspaso pacífico del poder de uno a otro presidente, de un espectro político a su contrario, sin que se hayan producido incidencias relevantes (la guerra civil norte sur tiene características distintas) y con la plena aceptación del derrotado de su realidad. Trump, que ha sido el presidente más anómalo que se recuerda, promete serlo hasta el último de sus días en el cargo, el 20 de enero al mediodía, no dando su brazo a torcer en ningún caso, y eso lo enturbiará todo. ¿Cuál puede ser el efecto en sus seguidores de sus llamadas a no reconocer la derrota? ¿Puede generarse un movimiento de contestación social que se enfrente en las calles a la nueva presidencia? Ese es, sin duda, uno de los mayores temores que existen actualmente, pero tendremos que esperar a ver si eso sucede o no. De momento, frente a la euforia de la masa demócrata, domina el shock de los seguidores republicanos, y tardarán aún un tiempo en reaccionar, sea cual sea la respuesta que escojan. Es necesario que el sustrato social no se altere y que, más allá de la grave factura que se ve, la cosa no vaya a más.
Precisamente esa fractura es una de las principales tareas, sino la mayor, que tiene Biden por delante. Sus primeros discursos insisten en que quiere ser un presidente para todos los norteamericanos, pero está por ver que una parte de ellos lo admita como tal. Esto hace presagiar que, aunque las formas cambien mucho, tenemos por delante otra presidencia de aquella nación más centrada en sí misma que en el exterior, introspectiva. Y eso nos pone al resto del mundo nuevamente ante el brete de asumir nuestras propias responsabilidades en un contexto de EEUU más debilitado y una china creciente. El reto que tiene Biden por delante es formidable.
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