Ayer por la noche, un furioso Trump llamó a Rupert Murdoch, magnate australiano dueño de muchos medios de comunicación conservadores, entre ellos Fox News, la cadena de noticias favorita de la Casa Blanca de Donald, y le echó una gran bronca porque su cadena había adjudicado el estado de Arizona a Biden. Exigía el presidente que la cadena se retractara, se desdijera. Al parecer, tras una conversación breve y bronca, el diálogo se interrumpió y Murdoch no dio orden alguna a su cadena para que alterase la información que estaba dando, ni sobre Arizona ni sobre cualquier otro tema.
Quizás esta anécdota sea de lo más reveladora a la hora de describir lo que está pasando a medida que avanza, penosamente, el recuento electoral. Son varios los estados en disputa, principalmente Nevada, Wisconsisn y Pensilvania, pero los márgenes para que Trump pueda revalidar el mandato se estrechan, a la vez que crecen las opciones de Biden de alcanzar la presidencia. El poder, que de eso es de lo que se habla en política y elecciones, se está empezando a fugar de las manos de Trump. Tras un día y medio de baile indeciso, en el que, como anillo de poder arrojado al aire bailaba entre la multitud, una fuerza de poder empieza a arropar a Biden a la vez que abandona a Trump, que se deshincha como un globo que hubiera sido pinchado y que, poco a poco, pero de manera inexorable, pierde aire. Los llamamientos del actual inquilino de la Casa blanca a interrumpir los recuentos que siguen en marcha ya denunciar fraude por doquier dicen bastante de cómo es el personaje, de su concepción de la democracia y de la manera en la que entiende los enfrentamientos, sólo con sentido si acaban siendo victorias para él. Es posible que entre hoy y mañana se sepa cómo quedan esos estados que ahora tiemblan como hojas de otoño mecidas por el viento, y caigan definitivamente hacia algún lado. Va a ser inevitable que se produzca el recuento en algunos de ellos, entre otras cosas porque las diferencias de voto son tan estrechas que las normas de algunos estados lo obligan, y es probable que veamos cataratas de recursos legales y demandas de todo tipo, espoleadas principalmente por los republicanos, para que el signo de algunos estados y diversos grupos de votos sean eliminados, pero si para mañana un primer recuento oficial otorga los estados necesarios a Biden y las grandes cadenas de comunicación lo proclaman como vencedor de las elecciones es muy probable (nada hay seguro en este año loco) que ese sea el resultado final. En la tradición americana, tras la proclamación por los medios del ganador, existe lo que se llama el discurso de concesión, en el que el candidato derrotado admite su pérdida y se pone a disposición del presidente y la nación. Es un trámite, pero que tiene una enorme importancia, porque legitima el traspaso de poder, hace normal lo que en muchos países hoy en día y a lo largo de la historia en casi todas partes ha sido una de las principales fuentes de violencia y guerra, el traspaso del poder, el asumir la pérdida del mismo y aceptar que otro lo tiene. La democracia se basa en muchas convenciones y creencias profundas, pero una de las más importantes es que todos los contendientes aceptan las reglas del juego y el resultado de que de ellas sale. El discurso de concesión a veces son apenas unas palabras. Otras, como en el caso de Mccain frente a Obama en 2008, son monumentos de dignidad que parecen ser creados para esculpirlos en piedra y colocarlos junto a los parlamentos y sedes de gobierno de las naciones. ¿Veremos a Trump hacer no ya un ejercicio memorable, sino una mera asunción de la derrota si esta se produce? Millones y millones de norteamericanos han votado a Biden, y sólo unos pocos menos a Trump. Es importantísimo que, gane quien gane, el derrotado lo asuma y se ponga al servicio del país, primera condición necesaria para empezar a curar heridas.
Sí, heridas, porque EEUU muestra heridas fruto de una división política enorme, que se ha ensanchado estos cuatro años, pero que venía de antes. Una sociedad que tenía unos ciertos valores como base de su unidad y luego discrepaba de muchas otras cosas ha visto como ese sustrato de unidad colectiva se ha ido disolviendo en medio de las crisis económicas y sociales que han azotado a la nación. No es nuevo para los europeos, ni les cuento para los españoles, vivir en una sociedad partida y enfrentada. Es una desgracia. Sí lo es para los norteamericanos, y a ellos, y a quienes sean sus dirigentes, les corresponde tratar de curar estas heridas antes de que degeneren en problemas aún más graves. El reto y la responsabilidad son enormes.
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