Ayer por la tarde, por un voto más del necesario para alcanzar la mayoría absoluta, se aprobó la Ley Celaá, de reforma educativa, que busca derogar lo que recogía la anterior Ley, la llamada LOMCE, o Ley Wert. El nuevo texto ahonda en el camino trazado desde hace décadas de constante cesión a los nacionalistas de la gestión educativa, marginando cada vez más al castellano, y sigue en el empeño de rebajar el nivel de calidad requerida tanto para el paso de curso como para la obtención de títulos, en un proceso de devaluación que no cesa. Así mismo, toma una serie de decisiones de fuerte carácter ideológico, legítimas pero ideológicas, en lo que hace a la escuela concertada y a la educación especial, que buscan su progresiva desaparición.
Esta es la octava ley educativa en treinta años, y sólo ese hecho constata el fracaso absoluto que es la norma educativa en nuestro país, la desidia con la que las administraciones gestionan uno de los pilares básicos a la hora de crear sociedades y reducir desigualdades y, en definitiva, el profundo desprecio, o indiferencia, con la que nosotros, como sociedad, tratamos el tema educativo. Los colegios son vistos por gran parte del país como, en esencia, un aparcamiento vigilado de los niños, que permite a los adultos desarrollar su vida normal. Durante esta pandemia hemos visto como los protocolos escolares de seguridad eran dejados al final de la cola y pocos días antes del inicio del curso se realizaban reuniones de alto nivel entre consejeros autonómicos y gobierno central sobre qué hacer en las aulas al respecto. A una semana de empezar las clases pocas cosas estaban claras pero ya eran muchos los ayuntamientos que empezaban a colgar sus luces navideñas, con una premura que denota planificación y, sobre todo, importancia. A lo que sí la tiene se la damos, y a lo que no, no. Las leyes educativas en España son la conquista que todo nuevo gobierno quiere hacer, y sabemos que esta octava decaerá cuando lo haga este gobierno, y una novena será aprobada por un margen similar a esta (la ley Wert salió con unos cinco o seis votos más que la Celaá) y cuando eso suceda sus impulsores venderán sus falsos parabienes que, como sucede con la actual, sólo servirán para ocultar sus deseos de adoctrinamiento encubierto y de degradación de la calidad educativa. Sí, sí, no es casualidad que década tras década el nivel escolar medio caiga y que los estudios internacionales sitúen a nuestro país entre los peores de los desarrollados, y no es casualidad que nuestras universidades no destaquen en las clasificaciones globales. Eso se produce por lo que antes les comentaba, porque no nos interesa la educación, somos un país inculto, y orgulloso de ello, que mira con desprecio a quien algo sabe porque se sospecha de él, se piensa que es un listillo, que saber es de tontos, por paradójico que suene, y en este caldo de cultivo los gobiernos están encantados de que el nivel sea ínfimo, porque una sociedad que sabe menos puede ser manipulada con más facilidad. Además, la educación es, quizás, el más importante de los ascensores sociales, y degradarla supone condenar a los que poseen rentas bajas y medias a limitar mucho, quizás impedir, que puedan ascender a puestos de alta cualificación e ingresos. A la familia que tiene ingresos y le importa la educación le da igual la ley que se apruebe o si el gobierno sectario de su CCAA sólo permitirá que se estudie en el idioma no ya de su comarca, sino de su aldea. Gastará dinero y hará que su hijo estudie en un centro que le enseñe de todo, y eso le permitirá un mejor trabajo, contactos y oportunidades, por lo que muy probablemente mantenga un estatus de renta acomodada. Pero la familia de pocos ingresos y que no puede permitirse lujos no será capaz de algo así, y el sistema educativo será un obstáculo más, no una palanca, para impedir que su hijo prospere. Marginar a la educación, devaluarla, hacerla nacionalista, es una de las políticas más regresivas e injustas que existen. La ley anterior se nos vendió por la oposición como segregadora, la actual como progresista. Todas son sumamente reaccionarias.
Ninguna de estas leyes ha contado con la opinión de los profesores, de la comunidad educativa, de los que día a día se enfrentan a la gestión de un aula con los problemas, retos y dificultades que eso lleva, y que cada vez son más conscientes del absoluto abandono al que se les aboca desde las, presuntas, autoridades. Educar se ha convertido en una profesión casi absolutamente dominada por la vocación, y ni recursos ni ideas de la sociedad parecen destinados a su salvamento. Curiosos tiempos estos, en los que la tecnología es omnipresente, el conocimiento más accesible que nunca y la educación, cada vez, está más orillada. Los que más sufrirán en el futuro estas decisiones serán los alumnos de hoy. Ellos pagarán el error de nuestra sociedad.
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