La obligación de los profetas es la de anticiparse a su tiempo y narrar como será lo que nos espera en el futuro. Por suerte para ellos la memoria humana es débil y el que la mayor parte de sus vaticinios no se cumplan no les supone castigo alguno, ni a la reputación ni la credulidad. Siguen hablando de lo que pasará en un tiempo que, cuando llega, no es como anunciaron, pero mantienen adeptos y, también, sus ingresos. Con la pandemia los augurios de cómo serán las cosas tras ella se han multiplicado y, me da, lo harán los fracasos y los no aciertos. Como casi todos, yo también caigo en el error de hacer caso a algunos y aventurarme por mi cuenta a la profecía, y a todos les digo que vendrán meses de orgías y celebraciones desatadas cuando se pueda.
Israel es el primer país del mundo que se adentra en la vida postpandémica. Sus tasas de vacunación ya son suficientes como para que la inmunidad de grupo empiece a funcionar y el relajamiento de las restricciones no genere problemas sanitarios. Las mascarillas se eliminaron de los espacios abiertos hace unas semanas y el comportamiento social empieza a ser lo que era. Y esta noche hemos tenido el primer gran incidente, mejor dicho, tragedia, del mundo del después, provocado por una avalancha en una celebración religiosa. En tiempos de aforos restringidos, estancia hogareña y distancia de seguridad es imposible que suceden cosas como estas, pero ese mantra de restricciones que son recitadas como un rosario desde hace más de un año empieza a decaer allí, como también lo hará aquí dentro de unos meses, y volverán a estar con nosotros riesgos que no veíamos claros y que, al principio, nos asustarán mucho. Las masas volverán. Aún no está claro qué es lo que ha motivado que muchos de los miles que estaban congregados en el festival religioso se hayan movido en estampida, se habla de una falsa amenaza de bomba, de gritos, de avalancha, derrumbe de gradas, confusión. No es habitual que en desastres de este tipo nunca se llegue a saber exactamente cuál es la chispa que ha provocado el incendio, porque múltiples testigos suelen apuntar a diversas causas, pero eso ahora es un poco lo de menos. Lo fundamental es tratar de salvar al mayor número de personas posibles de una situación extremadamente angustiosa, que a esta hora de la mañana deja el horrible balance de 44 muertos, pero los heridos se cuentan por centenares, y es fácil suponer que la cuenta de los fallecidos ascienda a medida que la situación se aclara. Estamos ante una de las mayores tragedias producidas en aquel país, en el que las reuniones multitudinarias de ultraortodoxos son muy habituales, como hemos visto en la época pandémica en su constante afán de no respetar las medidas de seguridad, pero no es común que se produzcan estampidas ni situaciones similares. Como todo lo que sucede allí y tiene relación con el mundo de la seguridad, la sombra de la violencia terrorista cruza en todo momento por la mente de analistas y opinadores, todo ello aderezado con las habitual tensión existente entre las poblaciones israelí y palestina, tensión que estas últimas semanas se ha vuelto a disparar en Jerusalén, con enfrentamientos callejeros de alta intensidad entre ambas facciones, en una vuelta a la “antigua normalidad” en la que estos incidentes eran moneda corriente, y que la pandemia eliminó de un plumazo. Parece que en esto de la violencia irracional de unos contra otros tampoco se ha descubierto una vacuna efectiva, y sólo el miedo de ambos a la enfermedad y muerte propia frenó unas batallas de baja intensidad que vuelven a adueñarse de las calles de algunas ciudades tras la vacunación. Volvemos a estar sanos, nos podemos volver a odiar y enfrentar, parecen pensar muchos tras haber alcanzado la inmunidad covid.
Más allá de la tragedia que ahora mismo vive Israel, tengo la sensación de que, como el descorche de una botella de champán, la liberación de restricciones y las altas tasas de vacunación que podemos alcanzar de aquí a mediados finales del verano nos pueden llevar a unos meses de desenfreno absoluto, de búsqueda del tiempo perdió no a la reflexiva manera poustiana, sino a la desesperada, a lo indómito y salvaje. Y sospecho que el parte de sucesos de las celebraciones postpandémcias ira cogiendo volumen a medida que los contagios e convierten en residuales. Y los hospitales, los pobres hospitales, se llenarán no de entubados, sino de fracturados e intoxicados por sobredosis de todo lo imaginable. No se fíen de ningún gurú, menos de mi que no lo soy.