El sábado, bajo un radiante sol de abril, sin una sola nube, tuvo lugar en Windsor, a las afueras de Londres, la ceremonia religiosa de despedida del Duque de Edimburgo, el marido de la reina Isabel II. No fue exactamente un funeral, sino una celebración de réquiem en la que no se realizó no un sermón, ni discursos de los asistentes o celebrantes ni una misa, ya que no hubo consagración o comunión. Fue un servicio religioso católico en el que se leyeron algunos pasajes del evangelio y oraciones, y se cantó, mucho, y bien, da tal manera que textos y música fueron lo que despidieron a ese hombre del mundo ante la escasa presencia de los allí congregados.
Las medidas de seguridad por la pandemia impedían un acto multitudinario, cosa que tampoco era expreso deseo de la familia, menos del finado, que sabiendo que su papel ha sido de consorte a lo largo de tantas décadas no quería ni el protagonismo de estado en esta última despedida. Planificó su despedida y al organizó, y probablemente todo se hizo a su gusto menos el número de invitados, que de los cientos previsto se quedó en sólo una treintena de los familiares directos. El resultado de lo que se pudo ver el sábado fue, que quieren que les diga, perfecto. Como señaló una de las personas a las que sigo en twitter, los británicos siguen teniendo un sentido de imperio a la hora de realizar ceremonias, y lo volvieron a demostrar en unas circunstancias que, por el Covid, no permiten a priori mucho lucimiento. En la necesidad virtud, que se dice, y lo que hubiera sido una ceremonia con la capilla de San Jorge repleta de gente se convirtió en un espectáculo minimalista de apenas unas personas de riguroso luto en los bancos del coro de la capilla, un par de celebrantes religiosos, el catafalco con el féretro del finado y el coro y órgano al frente del apartado musical. Los cantantes eran sólo cuatro, pero lo hicieron perfectamente, y de hecho fueron los principales protagonistas de la ceremonia. En la zona previa al coro en el que estaba sentado el público presente, muy separados, con el director en medio, ejecutaron las piezas de un repertorio repleto de buen gusto y variedad, con predominio de compositores británicos, desde el más moderno Benjamin Britten hasta ejemplos de la rica polifonía renacentista de las islas, pero también hubo alguna pieza de origen ortodoxo ajena al repertorio inglés. Cerca del final de la ceremonia cantaron el himno de Reino Unido, en versión mínima, escueta y sin repeticiones. Como todo lo que hicieron, lo sostuvieron con alfileres. Nada de masas corales, nada de apabullar con volumen ni fanfarria. Una delicadeza propia de la escuela de interpretación coral británica, que tantos grupos maravillosos ha creado (Tallis Scholar, Oxford Camerata, Taverner Consort, Voces8…..) y que volvió a dar ejemplo ante el mundo entero de cómo, con delicadeza y maestría, se pueden levantar catedrales de sonido que emulen a las altas bóvedas góticas en las que se reflejaban esas voces. El diseño de la ceremonia, fruto de los deseos del propio Duque, resultó ser así una muestra del arte al servicio del acto, y de consagración misma del arte como muestra de su poder. Frente a ejemplos ramplones que abundan en el día a día de nuestras celebraciones, religiosas y civiles, los británicos nos han dado una lección de cómo hacer las cosas, cómo ensalzar lo que se busca elevar y cómo lograr una emotividad en lo común con el uso de pocos medios, mucho gusto y, desde luego, el rico y variado repertorio musical del que se dispone. Es cuestión de cultura y gusto, algo tan difícil de lograr como valioso cuando se alcanza. Al principio y final de la ceremonia el organista interpretó, en solitario, piezas de Bach, y sólo ese hecho, el reconocer que Bach es el alfa y omega, principio y fin de la música, sería ya motivo suficiente para que este que les escribe se ponga a los pies de quien así lo pensó y dejó escrito que se hiciera. Parafraseando a Santa Teresa de Jesús, sólo Bach basta para llenarlo todo.
La comidilla de periodistas y del público que seguía la ceremonia era el captar imágenes de una familia no muy bien avenida en la que los nietos de Isabel y Felipe y su relación eran el centro de los cotilleos de medio mundo. Me parece lo menos relevante. Desde luego mucho menos que la imagen de una Isabel II sola, sabedora de que ahora sí empieza el final de su reinado. Esa imagen de soledad de una mujer anciana vestida de negro, en un banco corrido de madera tallada, con la música sonando, lo era todo. Ahí no había cotilleo alguno, sólo la soledad del poder por parte de quien lo detenta y al arte al servicio de la monarquía de una nación que se sabe respetable y se enfrenta a enormes retos y dificultades. Si, los guiris nos siguen dando lecciones en muchos aspectos.
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