miércoles, abril 28, 2021

Dos periodistas asesinados

Observando la realidad de nuestro país podría pensar uno que el periodista es un contratado más de entre los muchos que trabajan para un partido dado, que escribe en medios al servicio de esas formaciones y que a ellas se debe, por salario y promesas futuras en caso de victoria electoral. Pocos quedan cronistas de la actualidad no rendidos a la pleitesía del poder. Sin embargo, el periodismo es otra cosa, y entre ellas, el estar frente al poder, lo detenten los otros o los tuyos. El periodista es, por definición, incómodo para el poder, que por ello intenta comprarlo y someterlo para que no le incordie. El plegamiento de la profesión al dictado de los partidos es algo muy de nuestros tiempos, quizás fruto de la precariedad de una profesión económicamente laminada.

Ayer dos periodistas fueron asesinados en Burkina Faso, uno de esos países de África que casi ninguno seríamos capaz de situar en el mapa con exactitud. Se llamaban David Beriain y Roberto Fraile. Sus nombres puede que les suenen o no, a mi no demasiado, aunque luego he recordado trabajos suyos cuando los obituarios de los medios empezaron a repasar sus biografías. Estaban en el medio de la nada realizando un reportaje sobre la caza furtiva, y se toparon con lo que muy probablemente fuera un grupo de yihadistas, que deambulan por la zona con impunidad casi absoluta. Los dos murieron a balazos a manos de sus asesinos sin que haya constancia de pruebas de lo que sucedió y cómo. El gobierno de ese país, que es poco más que una gerencia administrativa de algunas de sus comarcas, ha prometido una investigación sobre lo sucedido, pero es bastante probable que ese empeño acabe diluido como sal en medio del mar de la violencia. Beriain y Fraile pertenecían al no muy numeroso grupo de periodistas reporteros, una forma de entender la profesión muy marcada por el oficio que demostraron Manu Leguineche, Javier reverte y otros pioneros que, con pocos medios, mucho valor y ganas de contar las cosas se embarcaban en viajes rumbo a países remotos en épocas en las que las comunicaciones eran tan primitivas que ahora se nos antojan surrealistas. Iban con un cuaderno, una pluma, una tarjetita con su nombre y “Press” escrito en ella casi como único salvoconducto, y contaban lo que pasaba a una audiencia que, en España, era escasa y con un interés variable. El reporterismo de guerra se fue profesionalizando a medida que las guerras se volvían más asépticas de cara a la opinión pública, e igualmente crueles en la trastienda, y el cada vez menor volumen de ingresos de los medios hizo que este tipo de periodistas se vieran forzados a ir tirando más y más de su vocación y medios propios para suplir lo que sus empresas no les daban. Como un goteo han ido cayendo nombres como Julio Anguita Parrado, Ricardo Ortega, Jose Couso, y muchos otros. Durante la guerra contra el yihadismo hemos alcanzado el paroxismo de la ejecución del periodista como método de enfrentamiento, y nombres como James Foley están en la memoria de todos. Pero eso no ha pasado ni mucho menos exclusivamente en las ardientes arenas del desierto de Oriente Medio. La Rusia de Putin el México del narcotráfico son lugares donde el asesinato de periodistas es moneda corriente y sus cuerpos aparecen como señal para futuros valientes que allí quieran ir a contar lo que no se debe. Como señaló ayer Alfonso Armada, responsable en España de Reporteros sin Fronteras, asesinar a un periodista cada vez sale más barato, y eso es, en sí misma, una noticia de las gordas, que tampoco se está contando. La profesión vive en una crisis estructural enorme y resulta prioritario sobrevivir y ganarse los cuartos, y desde luego la seguridad es algo que a tantos y tantos del gremio les preocupa poco, porque a sabiendas nada harán para incomodar al poder del que puedan obtener cargos, prebendas e ingresos que garanticen su tranquilidad. Visto desde la comodidad de mi nómina mensual, hace falta estar muy loco para ser periodista de verdad, en cualquiera de los tiempos. Y sí, también en este.

David Beriain y Roberto Fraile nunca iban a acabar como portavoces de un partido político o como miembros de la campaña de promoción de un líder mesiánico, o de gestores de sus redes (a)sociales, vestidos de periodistas, pero siendo sembradores de bulos y rencor. Buscaban historias que mereciesen ser contadas, que necesitasen ser conocidas, que salieran a la luz de la oscuridad bajo las que muchos intereses las tenían escondidas. Sus vidas han acabado de manera brusca y salvaje en medio de la nada de África. Ya no redactarán crónicas ni editarán imágenes de su trabajo, y algo de lo que en el mundo existe y merecía ser conocido no se contará porque no serán ellos los que lo hagan. Mi más profundo abrazo a sus familias y mi apoyo, a ellas y a todos sus compañeros y amigos, que hoy, seguramente, no sepan cómo contar la más cruel de las noticias imaginable.

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