Normalmente ir a Elorrio en Semana Santa es garantía de relax y de, también, aburrimiento. En años normales suele ser un viaje a la contra de lo común, circulando por carreteras que se atestan en sentido salida cuando se va hacia el norte y que presentan el mismo escenario de congestión a la vuelta cuando uno abandona el pueblo rumbo a Madrid. Semana Santa en el norte es sinónimo de escapada, fuga, estampida hasta cierto punto. De unos años a esta parte se suelen ver algunos turistas que vistan el pueblo, pero sin tradiciones religiosas que llamen la atención y con las citadas procesiones de operación salida y retorno como emblemas de temporada, poco puede esperar uno allí salvo el descanso.
Desde que vivimos en pandemia nada es normal, y tampoco la Semana Santa. La del año pasado no existió, sumida en el encierro domiciliario y lo único similar a las escenas de pasión sevillana eran las salidas a los balcones, sin saetas, sólo con aplausos de llanto. No fui a Elorrio esos días, por primera vez en mi vida, y se hizo raro, pero poco en comparación a todo lo que sucedía a nuestro alrededor. Este año los días santos han sido, pero a medias. Una especie de quiero y no puedo marcado por restricciones, cierres y precauciones más o menos respetadas. No los hemos pasado enclaustrados en casa, eso es verdad, pero aún hemos estado muy lejos de vivir esas fechas con un cierto grado de normalidad. Subí al pueblo desde un Madrid que no deja de salir en las noticias por sus preocupantes datos epidemiológicos para llegar a una comunidad y localidad con unas tasas de incidencia mucho más altas pero que apenas es mencionada en unos medios que se nota cada vez más de qué quieren hablar cuando lo hacen. Elorrio estaba cerrado perimetralmente al haber superado los 400 de incidencia acumulada en catorce días, por lo que uno podía moverse por el pueblo sin problemas pero, si quería acatar la ley, no podía salir de él. Los bares estaban abiertos, pero no los interiores, por lo que si querías tomar algo tenías que estar en la terraza, y confiar en el que el tiempo lo permitiese. Ir a tiendas o hacer recados era sinónimo de colas para controlar aforos interiores en los que apenas una o dos personas podían coincidir en los establecimientos. El encadenamiento de festivos en el País Vasco en estas fechas, dejando sólo el sábado como laborable para comercios, hacía que ir al supermercado en ese día fuese la opción forzada de casi todos, y con los inevitables problemas de distancia. El cierre perimetral ha frustrado las vacaciones de muchos de los residentes del pueblo, que por segundo año se han visto forzados a quedarse en él durante estas fechas. Como la meteorología ha sido condescendiente, regalando jornadas soleadas y apacibles, lo de hacer excursiones y paseos por el pueblo se ha convertido en el peregrinaje de unos días santos en los que los caminos, sin penitentes, se llenaban de familias con hijos, amistades y grupos más o menos numerosos, que no han dejado de trillar veredas, sendas y demás vías, asfaltadas y no, en torno a un pueblo en el que no dejaba de pasar gente por todas partes a sabiendas de que no podían irse mucho más lejos. Ha habido incumplimientos de esa restricción de entrada y salida del término municipal, sí, en parte alentadas por el citado buen tiempo y por la fatiga pandémica, pero la sensación de lleno que daban algunos espacios indicaba que eran más los frustrados vacacionistas que se habían quedado sin sus contratados días fuera que los que se escabullían en el día a día para ir no mucho más lejos. Aun así se ha visto algún turista despistado, síntoma de que tampoco ha cumplido las restricciones perimetrales, pero en cantidades que están muy lejos de poder ser consideradas como mínimamente peligrosas.
He sido un niño bueno en estos días, y no me he saltado la ley. No he cruzado los límites del pueblo salvo el día en el que llegué y ayer, cuando me fui. Me he dedicado, como casi todo el mundo, a dar paseos mañaneros tras hacer algún recado y a pasar frío tomando café en terrazas en las que intentaba que pegase un poco el sol para aliviar el fresco de la mañana. Una vida muy de jubilado, de ahí el título del artículo, aunque de no mucho júbilo, porque ni la evolución local de la enfermedad ni el ambiente están para alegrías. Vacaciones, sí, aunque no las habituales. Pero en mi caso, en estas fechas, el cambio no ha sido tan traumático como el de aquellos que han debido de cancelarlas. Ojalá el verano permita que muchos de esos viajes atrasados empiecen a realizarse.
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