Decía esta semana en una entrevista Irene Vallejo, gran escritora, autora de esa joya que es “El infinito en un junco” que la bondad es silenciosa y la maldad ruidosa. Y vivimos tiempos ruidosos. No, no quiero decir que ahora hay más maldad que antaño, más bien es lo contrario. Vivimos cada vez más en comunidades grandes en las que la responsabilidad y el trabajo de cada uno permiten que en el día a día los conflictos sean mínimos respecto a lo que uno pudiera esperar. La inmensa mayoría de las personas se comporta de manera cívica, cumple las normas, respeta a los demás, vive y deja vivir, sólo que eso no es noticia, y como el aire que respiramos, no se percibe su necesaria vital presencia.
Ayer, durante la campaña electoral madrileña, un grupo político a quien no quiero darle el lujo de escribir su nombre en este artículo, acaparó portadas y reacciones ante una campaña de carteles en los que mentía, tergiversaba y alentaba ideas xenófobas y supremacistas. No les voy a poner enlace alguno a esa promoción para no contribuir a difundirla, que es lo que todos debiéramos hacer cuando vemos actitudes de este tipo. Dar la espalda, negar su presencia, eliminar toda su relevancia. El que esa zafiedad expuesta en algunas paredes de la ciudad fuera la comidilla del día para muchos demuestra, tristemente, lo acertado de la campaña, basada en eso de “que hablen de mi aunque sea mal” y es un síntoma de hasta qué punto la degradación del mensaje político se ve como algo natural en estos tiempos. Coge uno cualquier medio de comunicación, repasa las declaraciones de políticos de todo tipo y es imposible no sonrojarse no sólo ya por la ignorancia mostrada, sino sobre todo por la zafiedad. ¿Se ha convertido el odio en un elemento más de las campañas políticas? Dos partidos nacionales, extremistas, son los adalides del odio en España, y en sus mensajes diarios y sus hordas en las redes el odio es el lubricante que les mueve y la gasolina que los alimenta. Son una evolución a gran escala de los sembradores de odio que, tan efectivos ellos, rigen las instituciones y medios públicos de algunas regiones, como es el caso de Cataluña. El episodio de Javier Cercas que comentaba la semana pasada es una refinada muestra del uso del odio como arma política para la destrucción del adversario, pero tristemente estas herramientas no están en manos solamente del independentismo xenófobo, sino que pueden ser usadas por cualquiera. Ayer, en su tónica, el partido al que no quiero referirme, que envuelve todas sus proclamas en el presunto amor que siente de manera absoluta hacia la bandera y patria que nos representa a todos volvió a mancillarla con una campaña que esconde un racismo descarnado ante quien no es como el que ellos deciden que debe ser el buen español. No hay diferencias entre los que clasifican a los catalanes de buenos o malos de los que hace un ejercicio similar entre españoles buenos y malos. Se envuelven en distintas banderas, se fabrican excusas opuestas, pero da igual, son en el fondo lo mismo, un grupo de racistas, de supremacistas, que consideran que alguien, ellos, los suyos, están por encima de todos los demás, son los que tienen derechos, y son los que pueden decidir qué derechos tienen el resto y hasta qué punto pueden ser sometidos, explotados o, en su caso, eliminados. Tras décadas en las que una dictadura en España sustentó un régimen basado en estos principios, y tras décadas en los que una banda mafiosa terrorista llamada ETA y el conglomerado nacionalista vasco que la apoyaba y con ella se fortalecía, ejerciendo el mismo tipo de dictadura étnica, tenemos ahora nuevas formaciones que no dejan de ser calco de las pasadas. En este caso la causante del episodio de ayer tiene poco de nuevo, ya que su ideología es pura añoranza de la anterior dictadura nacional, más o menos como le pasa al independentismo catalán y su envidia respecto al sectario mundo nacionalista impuesto a sangre y fuego en el País Vasco durante décadas. Nuevos actores políticos que se sirven de viejos odios para lanzar sus sucios mensajes.
¿Y saben lo que es peor de todo esto? Que pasan las décadas, la historia se repite y estas apelaciones al odio vuelven a triunfar en amplios grupos de la sociedad. No mayoritarios, pero sin duda significativos. Mensajes de propaganda zafia, mentirosa, burda hasta el extremo de lo caricaturesco, pero que logran respaldo social. ¿Por qué? Más allá de las causas económicas y sociales que en ciertos contextos y épocas pueden explicar el apoyo masivo a estas formaciones, es indudable que odiar puede ser tan pasional y gustoso para algunos como amar, y quienes siembran estos odios lo saben, y son conscientes de que van a obtener rédito de ello. A costa de las desgracias de muchos y la ruptura de la convivencia, claro, pero eso a los sembradores de odio les da igual: De hecho, nada les importa más que su propio ego.
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