En este mes de octubre se ha cumplido el primer aniversario del asesinato del profesor francés Samuel Paty, perpetrado por islamistas de origen checheno tras lo que fue una concatenación de errores, odios y mentiras. Paty enseñaba en sus clases historia y, de paso, veía la necesidad de que la libertad y la razón fueran de la mano en el mundo moderno, y sirvieran de guía para entender el pasado. Quiso la fatalidad que fueran, precisamente, el odio y el fanatismo los que acabasen con su vida en medio de una calle de su localidad de residencia, después de haber sido espiado, controlado y seguido. El asesinato de Paty tuvo poco de impulsivo, y mucho de premeditado, de obsesivo. Fue un crimen de una ominosidad difícil de superar.
En un año 2020 lleno de momentos de dolor, debo confesar que fue el de Paty el hecho que más impacto me causó, cosa que vistos los estragos del coronavirus puede sonar hasta frívolo, pero así fue. La personalidad del asesinado y todos los hechos que llevaron a su cruel muerte suponían algo ante lo que no podía evitar sentirme interpelado, afectado, o si quieren decirlo de otra manera, atacado. Cuando se produjo el crimen la ola de solidaridad con los profesores en Francia fue instantánea, el gobierno organizó un funeral de estado con la solemnidad y “grandeur” que sólo los franceses saben coreografiar y hubo llamamientos a repetir homenajes, a nombrar colegios con su nombre y a realizar actos de todo tipo en la nación para mantener viva su figura. En el aniversario de los hechos, la realidad muestra que la crueldad del asesinato posee una alargada sombra. Las autoridades francesas sí han hecho actos de recuerdo en memoria de Samuel, algunos de ellos muy públicos, y se han pronunciado discursos rememorando lo sucedido, pero el ambiente que ha dominado los actos ha sido extraño, impropio, como si la nación no quisiera realmente dar demasiada relevancia a los hechos. ¿Por qué? Por el miedo. Miedo a que una especial significación en contra del islamismo despierte monstruos dormidos que se traduzcan en nuevos atentados y muertes. Miedo al fanático, que mostró su forma de actuar y dejó claro que si él mismo ya no podrá volver a hacerlo otro lo hará. Apenas un par de centros educativos en Francia han puesto el nombre de Samuel Paty en sus instalaciones, y en casi todos los que se ha debatido el tema la discusión ha durado poco, porque la oposición de padres y otros integrantes de la comunidad escolar ha sido manifiesta. El miedo, el miedo, el miedo. Padres que temen que el lugar en el que estudia su hijo sea objeto de ataques si el nombre de un asesinado preside la entrada del centro, profesores que sienten a Paty como uno de los suyos, porque lo era, pero que no quieren acabar de la misma manera, asesinados de una forma cruel. Directores de colegios que ven cómo su figura debiera ser la que impusiera la decisión de cambio de nombre pero que están tan asustados como todos los demás, y saben que si toman esa determinación no sólo van a tener la sensación de que su vida peligra, sino que en el día a día van a enfrentarse a todos con los que trabajan, y para los que lo hacen, y ser vistos como los culpables de “lo que pueda pasar”. El miedo que el fanatismo islamista, que ese terrorismo ha sembrado en la sociedad es profundo, de raíces poderosas, regadas con sangre de cientos de víctimas, y funciona como herramienta de presión. Había necesidad por parte de las autoridades francesas de recordar el asesinato de Paty, pero un gran deseo por parte de la sociedad de hacerlo sin mucho ruido, como si no se notase, por lo bajinis, para que la bestia no se entere y suelte un nuevo zarpazo. Los ciudadanos no somos héroes, y el asesino bien que lo sabe.
En París, un pequeño jardín sito junto a la universidad de la Sorbona, junto a la plaza Paul Painlevé, se ha bautizado con el nombre de Samuel Paty, y se ha instalado una pequeña placa, mucho menor que cualquiera de los anuncios comerciales que podrán verse en la zona, recordando quién era y cómo fue asesinado y por qué. Este pequeño espacio es el destinado a la memoria de un hombre íntegro en una ciudad llena de monumentos que deslumbran por su audacia y tamaño. El jardín, poquita cosa, está en un sitio especial, cerca de uno de los templos de la educación europea, que ante este asesinato se ha comportado con la misma frialdad con la que lo han hecho otras tantas instituciones. El homenaje que se pueda hacer a Paty será, allí, discreto, oculto, temeroso. Ese jardín, y nuestra conciencia, es el lugar en el que anida el recuerdo de Samuel, y su valiente, necesaria, figura e historia.
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