Ayer, desde pasadas las cinco de la tarde hora españolas hasta casi la media noche, se produjo una interrupción completa de los servicios del emporio de Facebook, que no sólo incluye esa enorme red social, sino otras dos empresas tan universales como Whatsapp e Instagram. Al parecer se produjo un problema técnico bastante serio en las instalaciones centrales de la empresa, sitas en California, que afectaba a servicios críticos como el DNS que permite resolver los nombres de las direcciones web y otros factores críticos, que hacen que internet funcione. Los sistemas internos de la empresa, desde los equipos de los empleados a las cerraduras de las puertas, completamente digitalizados y autogestionados, dejaron de funcionar de igual manera y, por espacio de bastantes horas, ese ente ultratecnológioco se convirtió, literalmente, en nada.
Hay varias ópticas para abordar una situación así, y la obvia es la de la seguridad de los servicios en los que basamos nuestra vida diaria y el riesgo que tienen de colapsar, y mandarnos a todos a una edad media oscura, si se derrumban o son saboteados (está por ver si lo de ayer fue un grave error interno o un ataque informático). De mientras no nos pongamos en serio a analizar esta, cada vez mayor, falla en nuestra forma de vida más riesgo tenemos de caer por el precipicio, pero quería hoy centrarme en un aspecto al que, poco a poco, se le empieza a dar la importancia debida y que también tiene implicaciones profundas. Ayer, durante las horas en las que no funcionaron esas redes, twitter era un hervidero de risas y memes al respecto, pero también el reflejo de la frustración de muchos por no poder usar los servicios para los que, me atrevo a decir, viven. ¿Cuántos ayer en el mundo sufrieron algo parecido a un síndrome de abstinencia al comprobar que su móvil no les respondía? Pensemos en Instagram, ese inmenso mundo consagrado al hedonismo, al exhibicionismo de la presuntamente extrema belleza y falsa imagen personal en la que millones de sus usuarios dedican horas sin límite para crear una imagen de sí mismos que sea globalmente atractiva. A todas esas personas, y empresas, que invierten tanto tiempo y dinero en la creación de sus perfiles, la caída de la red les supone una auténtica catástrofe en lo económico, sí, pero sobre todo en lo emocional. El valor de un “me gusta” es, para ellos, como un beso real, como un abrazo, como un polvazo si me permiten el crudo símil, y por ese “me gusta” que engrosa su cuenta son capaces de hacer lo que sea. Si la red deja de funcionar su objeto de deseo, su fuente de placer, el lugar en el que encuentran sentido a gran parte de su existencia se desvanece, y de ahí a la crisis profunda de la persona apenas hay un paso. Son varios ya los estudios que demuestran que esto que les digo no es una tontería que me haya inventado, sino la descripción de un serio problema. Centrados en Instagram, su toxicidad entre ciertos grupos de personas y tramos de edad empieza a ser incuestionable, y no son pocos los que a estas redes les denominan el nuevo tabaco, para hacernos una idea de lo que fue la extensión de la epidemia de tabaquismo durante gran parte del siglo pasado, observándose durante mucho tiempo el fumar como algo beneficioso y saludable, cosa que hoy en día nos parece incomprensible, pero que generó enormes industrias y, también, un estilo y formas de vida que hoy vemos retratado en películas e imágenes de la época que nos chirrían. Como siempre pasa en estos casos, son las personas más susceptibles y necesitadas de respaldo las que caen más fácilmente en este problema, y la adolescencia es la época perfecta para acabar enganchado a todo tipo de problemas, en demasiadas ocasiones de manera involuntaria, no tanto buscados como encontrados. Como cuando las tabaqueras explotaban su negocio y lo difundían, incluso con la colaboración de los médicos, las empresas de redes sociales tienen estrategias de captación dirigidas a aquellas personas que son más proclives a engancharse, y todo ello con la puntería exacta que otorga su magistral dominio de los datos que acumulan de sus usuarios. Saben a quién y cómo dirigirse para hacerlo un enganchado de su red y, por tanto, cliente de servicios y de publicidad asociada. El negocio es tan redondo como, sí, oscuro.
Sí hay que decir que, a diferencia del tabaco, que sólo tiene propiedades negativas, las redes sociales pueden ser útiles, beneficiosas y agradables si se usan bien, pero es lo mismo que pasa con casi todo, desde los coches al azúcar, que el secreto está en la dosis, no en el bien. Hacer desconexiones de las redes, valorarlas como lo que son y no encumbrarlas, aprender, en definitiva, a usarlas y domesticarlas es una tarea que nuestra sociedad tiene que hacer, y para la que no hay manuales de instrucciones. Parte del buen uso de las redes pasa, creo, por la limitación en las prácticas de búsqueda de adicción que los algoritmos que las definen emplean con sus usuarios. Ayer, por varias horas, los influencer de Instagram volvieron a ser lo que eran antes de crearse la red, nada, personas como usted y yo. ¿Qué tal lo pasaron desconectados?
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