lunes, octubre 04, 2021

Maixabel

Patria, de Fernando Aramburu, supuso una revolución en la manera de tratar el terrorismo y acercarse a la cruel realidad vivida en la sociedad vasca, fruto de la existencia de la mafia etarra. Desarrolla una historia en la que un atentado ficticio, tan real como los cientos y cientos que tuvieron lugar, permite observar a distintas partes de la sociedad, personajes de todo tipo y condición, que viven bajo la presión del odio y, en no pocos casos, gracias a él. Ya en el libro de relatos Los peces de la amargura (aquí dramatizados por el equipo de Carlos Alsina) Aramburu había explorado esa visión de la realidad vasca, pero es en su novela, de mucha más dimensión en todos los sentidos, donde el trabajo de disección llega al extremo. Su lectura es obligatoria no para saber lo que pasó, sino más importante aún, cómo se vivió.

La película Maixábel supone un acercamiento visual a esta forma de afrontar la realidad, con la ventaja e inconvenientes que tienen el medio cinematográfico. La directora, Icíar Bollaín, no recurre a la ficción, sino que relata un atentado real, el asesinato del exgobernador civil de Guipúzcoa Juan María Jaúregui, y el papel que su viuda, Maixábel Lasa, tuvo en la iniciativa de encuentros con presos etarras arrepentidos para propiciar el proceso individualizado de reinserción. El hecho de centrarse en un caso real permite que la película se muestre, en ciertos momentos, como una recreación casi documental de los hechos sucedidos, aportándole verosimilitud, pero frente a Patria, y por motivos obvios, muestra una realidad más corta, con menos personajes, en los que no se pueden explorar todas las aristas del drama y de la extendida vileza etarra. Ello no es óbice para que, a lo largo de la cinta, numerosos instantes, en los que poco se dice y mucho se muestra, enseñen hasta qué punto el odio terrorista estaba (y sigue) instalado en una gran parte de la sociedad vasca, y que la víctima no deja nunca de sufrir porque la presión de la mafia le persigue mucho más allá del exterminio de su ser querido. En la película es el papel de la hija, y de su entorno, el que muestra el comportamiento mayoritario de la sociedad en esos años, el de un silencio cobarde en el mejor y más justificable de los casos, cuando no una alegría poco disimulada ante los atentados cometidos por la banda. Los dos protagonistas de la cinta, Maixábel e Ibon, uno de los terroristas del comando asesino de Jaúregui, encarnados perfectamente por Blanca Portillo y Luis Tosar, muestran a las claras lo único que el terrorismo de ETA ha creado durante todas las décadas en las que ha existido. Dolor, sufrimiento, desgarro, unas enormes dosis de odio y mierda esparcidas por doquier a lo largo y ancho de la sociedad, unas mentiras enormes que han destruido familias, asesinado personas, creado viudas y huérfanos e instrumentalizado a muchos en aras de una pesadilla falaz. El personaje de Ibon muestra un camino de arrepentimiento personal, de asunción del daño causado, pero queda muy claro que es un proceso que esa persona en concreto ha hecho porque algo en su interior se lo ha mandado, porque ha sido capaz de pensar y salir de esa pesadilla. Nada en su entorno social ni en la banda etarra y sus grupos de apoyo le ha animado a dar paso alguno, porque nada de ese entorno admite la más mínima culpa de lo sucedido, simplemente oculta hechos y se mantiene instalada en una enorme mentira que le permite a la secta a los que de ella aún viven mantenerse, social y económicamente, sobre las ruinas que han generado. Como mostraba patria en la figura de la madre del etarra, soltar lazos con ese mundo supone enfrentarse a él, y al grupo social que lo sostiene, que muchas veces son los amigos de toda la vida, los vecinos, los compañeros de clase, aquellos con los que uno ha vivido infancias y adolescencias, que marcan para siempre. El paso que da el terrorista lo hace sólo, y es el que realmente requiere valor por su parte. Asesinar es de cobardes.

La película no juega con la equidistancia, porque no es posible, porque sería una infamia, pero sí con la ecuanimidad, lo más difícil, lo que Aramburu ya logró en su libro. Hoy ETA no existe, pero una parte de la sociedad vasca sigue corrupta por su pasado y mantiene actos de homenaje y demostraciones sociales de apoyo a muchos de los asesinos que, sin mostrar arrepentimiento alguno, sembraron terror. El desprecio a las víctimas del terrorismo sigue instalado en ese sector de la sociedad, y en no pocos dirigentes del nacionalismo vasco, que siguen teniendo la fe en su “raza” y “país” por encima de la vida de aquellos que consideran prescindibles. La banda asesina ya no está, pero el mal que sembró tardará décadas, muchas, en extinguirse.

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