Kiev ha aguantado otra noche de miedo y explosiones, con ataques no sostenidos por parte de unas tropas rusas que llevan una estrategia aparente de cerco a la ciudad, pero no de intervención masiva, sin que esté claro si es porque no pueden o no quieren. Las sirenas suenan de manera esporádica y se escuchan bombazos en las afueras, pero se suceden también horas de un silencio agónico, tenso, en el que la oscuridad se suma al vacío de una urbe abandonada por muchos y en la que los residentes que permanecen viven aterrados por lo que pueda pasar. Las milicias de defensa tratan de luchar pero, sobre todo, en la ciudad hay miedo, mucho miedo.
Kiev es ahora el Londres del Blitz, la ofensiva aérea que Hitler desató sobre la capital británica desde el otoño de 1940 hasta mediados de 1941. Protegida por el Canal de la Mancha, la gran trinchera natural que separa el continente del Reino Unido, planes y más planes de asalto anfibio se agolpaban en la mesa del dictador alemán, junto con ofertas de negociación ante un rival que no veía con el desprecio al que acostumbraba a referirse a los europeos continentales. Dudando entre qué hacer, decidió el exterminador que la Luftwaffe ablandara la resistencia de los británicos, y lanzó esa campaña de bombardeos, que afectó gravemente a numerosos distritos de la capital británica, arrasando por completo varios de ellos. Los londinenses veían cada día y sobre todo, cada noche, como la última, porque no sabían si iban a sobrevivir a una más. Con una superioridad aérea muy elevada, y escasas defensa en tierra, los aviones alemanes arrojaban bombas casi a placer sobre la que entonces era la mayor ciudad del mundo, y la reventaban poco a poco. El esfuerzo militar alemán buscaba destruir la cohesión británica, que el miedo se asentase en su población y que la respuesta del pueblo fuera rebelarse contra sus gobernantes, para exigir una rendición ante Alemania que les garantizase la paz, una paz de imposición, de rendición, de sometimiento. El plan no era nada descabellado, pero funcionó exactamente a la inversa, porque los bombardeos lograron unificar a la sociedad asediada, y la agruparon en torno a la única obsesión que sobresalía por encima del instinto de supervivencia, la de acabar con el nazismo. A ello contribuyó notablemente la figura de Winston Churchill, un líder nato, que en esas horas oscuras dio lo mejor de sí, y se paseó día tras día visitan los restos de las zonas que, por la noche, habían sido golpeadas. Sin dejar de dar aliento a los suyos, Churchill les animaba a plantar cara, no dejaba de pedir a los demás que hicieran lo mismo, y que se mantuvieran firmes. Que una manera de resistir al enemigo nazi era que el día a día de los negocios, el trabajo y la vida de los londinenses siguiera. Muchos niños y otras personas habían sido evacuados a diversas zonas de la campiña del país, alejadas de Londres y otras ciudades objetivo, pero los que se habían quedado en la ciudad debían resistir y mostrar que el miedo no les iba a doblegar, que el maligno nazismo no acabaría con la vida de la ciudad y sus orgullosos habitantes. Ese lema que se ve en tantas camisetas hoy en día, parodiado sin cesar, que reza “Keep calm and carry on” (mantenga la calma y continúe con su labor) nació en esa época, como muestra extrema de una flema británica que iba a ser puesta a prueba de la manera más cruda posible. Durante los meses de bombardeo se sucedieron escenas de dolor, de destrucción, con muertes por doquier y daños en viviendas e infraestructuras que iban golpeando a la urbe, pero a pesar de ello Londres no se detuvo. El metro siguió funcionando, y siendo lugar de refugio para sus habitantes, los hospitales no cesaron de trabajar día y noche, las oficinas de muchas empresas siguieron abiertas, negocios y tinglados del entonces infinito puerto de la ciudad permanecieron abiertos en todo momento, logrando abastecer a la ciudad y otras partes del país de alimentos y bienes industriales, y el Reino Unido jamás se rindió, ni aceptó sumisión alguna frente a Hitler. Si les querían dominar, deberían llegar hasta donde ellos y matarlos a todos.
Hoy, algo más de ochenta años después, Kiev encarna una versión moderna de esa cruel realidad. Sin la defensa que supone el mar para impedir que las tropas del enemigo la cerquen, con la misma escasa capacidad de defensa aérea frente a un enemigo que domina los cielos, las tropas regulares e improvisadas de la defensa tratan de sostener a una ciudad que vive en casi permanente toque de queda, donde la vida urbana prácticamente ha desaparecido, y todo es miedo. Con columnas de blindados rusos a las puertas de todos sus accesos, la capacidad de resistencia de Kiev es mucho menor a la de Londres durante los ataques, y por ello es aún más meritorio que, una noche más, haya sobrevivido. Hoy la libertad, asediada, reside en Kiev. Hoy todos los que anhelamos la libertad como forma de vida somos ciudadanos de Kiev.