A última hora del día de ayer el gobierno canadiense suspendió definitivamente las labores de búsqueda de los tripulantes desaparecidos del pesquero gallego naufragado en Terranova. Las condiciones meteorológicas eran extremas, con viento duro y oleaje que impedía las embarcaciones no ya buscar, sino meramente marcar rumbos y delimitar zonas de rastreo. Convertido en un caos de olas rompientes y espumosas, a una temperatura cercana al cero en el agua, muy por debajo de ella en el aire abatido por el viento, es escenario era de pesadilla, y muy peligroso para los que se habían aventurado a colaborar en el rescate.
Veinte familias siguen esperando en la costa gallega noticias de los suyos, y me temo que las afortunadas serán aquellas que podrán decir que el cuerpo rescatado era el de su familiar, pero son las menos. Once son los desaparecidos a los que, probablemente, ya nadie vuelva a ver. Quizás las corrientes hagan que dentro de un tiempo algunos restos alcancen costas, cercanas o distantes, vaya usted a saber, y se puedan asociar a este naufragio, pero eso dependerá de la fortuna, la que le ha faltado al buque hundido. Las familias de los fallecidos se enfrentan ahora al duelo forzado, no previsto, al luto que siempre ronda en el entorno de las familias que se dedican al mar, que saben que la espada de Damocles del accidente está ahí. Pero una cosa es mantener ese temor y otra materializarlo y que sea la persona que conoces, con la que convives, a la que quieres, la que sea señalada y ocupe el puesto de la víctima. Para eso no se está preparado nunca. Los que no van a tener ni el consuelo de un cadáver para despedir se van a enfrentar a un horror similar al que se vivió durante los meses más duros del encierro, en primavera del 2020, cuando una llamada a la casa del enfermo le ponía en contacto con un hospital en el que una voz informaba que ese familiar que hace pocos días estaba en casa había fallecido, que no se podía hacer nada y que era imposible realizar un funeral o cualquier despedida. Miles de familias se enfrentaron en ese momento a una de las tragedias que a todos nos toca, el decir adiós a los nuestros, de la manera más cruel y absurda jamás imaginada, siendo algo prohibido. Los mecanismos del duelo, que se ponen en marcha de manera natural a pesar de que nuestra parte racional no sea capaz de hacer nada, requieren ritos y certezas, hechos, evidencias. Por eso tanta gente sigue buscando a los suyos décadas y décadas después en cunetas, tras tanto tiempo desde que fueran asesinados en la guerra incivil, y los padres de hijas, sobre todo hijas, no descansan tratando de saber dónde el mal nacido que las violó y asesinó dejó su cuerpo, o lo deshizo. Es algo necesario. En 2020 se prohibió, literalmente, y eso, sin duda, genero duelos inacabados, despedidas truncadas en las que ningún acto, por mínimo y frío que fuera, permitiese exteriorizar un dolor y un adiós. Las familias de esos fallecidos pueden acudir hoy en día a un cementerio, o poseen las cenizas de los suyos, pero un hilo invisible necesario en su momento fue cortado de manera salvaje, y eso será algo que no podrán recuperar. Las familias de los marineros desaparecidos van a tener el consuelo de todos los que les rodean, de todo un país, de todo aquel que se entere de lo que ha pasado. Se realizarán actos de despedida, funerales con gran presencia de personas de todo tipo, y el momento decidido para oficializar el fallecimiento será convenientemente ritualizado, pero no habrá cuerpo, no habrá cenizas, no habrá presencia alguna de quien fue y ya no es. La ausencia del ser querido será total, al haber sido arrebatado a una distancia enorme y de una manera tan absoluta. Una de las exigencias que requiere el duelo no se dará, y el apoyo que esas familias requerirán será enorme. Espero que lo tengan, que alguien esté ahí para cuando lo necesiten.
En las localidades de los marineros, al mirar al mar, se acaba la poesía y el romanticismo, y se ve al montón de agua viva que delimita la tierra firme como un ser del que poder extraer un jornal y futuro, y también como un potencial enemigo. Las novelas nos han relatado muchas veces el trabajo del marinero de manera engañosa, haciéndonoslo ver como una aventura, cuando es un sacrificio enorme asociado a un riesgo elevado. Las familias de los fallecidos quizás vean el mar desde la ventana de sus casas, y sabrán que, si miran al oeste, muchísimo más allá de la línea de horizonte, están los suyos, inalcanzables, arrebatados mientras se ganaban un jornal. Y las olas que nunca cesan les traerán recuerdos de cuando con ellos pasaban el tiempo en la querida tierra.
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