miércoles, febrero 23, 2022

La lealtad en política

A medida que avanzaba el día de ayer se podía ver en directo el derrumbe no ya del proyecto, sino de la propia figura de Pablo Casado. Si el domingo lunes, ya muy tocado, se escribía en los medios sobre sus estrategias de aguante y ganancia de tiempo para tratar de construir una defensa, un parapeto en torno a sus fieles y al aparato del partido que controlaba desde Génova. A medida que avanzaba el martes la situación era distinta, con la imagen de una estructura que se derrumbaba, que colapsaba a medida que pilares y forjados cedían ante la presión de las fuerzas externas que los golpeaban y la propia debilidad. Desde un momento estaba claro que asistíamos a una agonía sin sentido, sin otra resolución posible que la marcha del, ya, no líder.

Se ha visto claramente en este caso lo que lleva sucediendo en la política y el poder desde que este existe, y es que la lealtad de los propios depende, casi en exclusiva, del acceso al poder que tiene al que siguen, y de la influencia que son capaces de alcanzar estando a su lado. Todo son amigos y fieles servidores de quien posee los oropeles y fieros adversarios de quien lo ha perdido. Y así era en los tiempos babilónicos y en la era de internet, con la única diferencia de la velocidad a la que se desarrollan los acontecimientos. La creación de un liderazgo requiere apoyos y personas capaces en las que el líder pueda apoyarse, porque un líder sin apoyos ni ayudas no es posible, aunque alguno no se lo crea, pero es inevitable que entorno a la figura de poder aparezcan aprovechados, ventajistas, buscavidas, pelotas y personajes que, en general, buscan a ver qué pueden sacar ellos en claro de la ocasión. De mientras el poder del que se aprovechan se mantenga no descansarán un minuto en sacar tajada y en defenderlo a capa y espada, rasgándose las vestiduras ante todo el que quiera verlo, para así hacer que la tajada sea lo mayor posible. El poderoso sabe que esto es así, y conoce, o debiera conocer, cuáles de sus seguidores lo son por convicción y cuáles por interés, teniendo en cuenta que pocos tendrán el primero de los factores y todos, todos, algo del segundo. El problema es que el poderoso, humano, disfruta con los halagos que recibe de los que le siguen y eso le enorgullece hasta perder el sentido de la realidad, se acaba creyendo que es él la única causa por la que el resto está ahí. Cuando se llega a este punto de divorcio con la realidad las probabilidades de cometer errores se disparan y el poderoso empieza a fastidiarla, acumulando problemas que serán los que, con el tiempo y suma, le levarán al desastre. El endiosamiento no crea líderes, sino payasos. Cuando la figura del líder empieza a perder poder, la capacidad de dar y otorgar, la estructura organizada en torno a él se resiente, y comienza a deshacerse. Los primeros que se van son los más listos, los que, como en la bolsa, venden en lo alto del ciclo y, con ganancia ejecutada, asisten a la bajada de las cotizaciones desde lugar seguro. Los últimos en irse, si se queda alguno, son los suicidas, que acaban siendo arrastrados por el líder derrumbado al final de su carrera. Suelen ser pocos y la historia los trata con la crueldad con la que el siguiente líder describe los años oscuros del que le precedió. Y entre medias, de todo, aprovechados que escapan poco a poco, traidores, oportunistas que al ver que el viento cambia esperan y dudan sobre qué hacer, plegando a veces las velas o tratando de que captar brisa desde todas las direcciones posibles… es fácil distinguirlos en el marasmo de la caída. Un hecho muy común a casi todos ellos es el, por así llamarlo, síndrome del apóstol Pedro, que les permite, cuando el liderazgo ha caído, negar un, dos, tres o miles de veces si hace falta el que ellos estuvieran al lado del antaño hombre fuerte. Sin rubor alguno, reescriben su pasado para tratar de ocultarlo y conseguir que algo les caiga del nuevo liderato. Aunque no lo parezca, esta táctica funciona más de lo que parece y permite engañar a muchos, no a todos, pero si a los suficientes como para seguir viviendo cobijado bajo una nueva sombra de poder.

Casado caía, y los casadistas huían, y se desdecían, en un proceso mil veces visto y que produce tanto asombro como tristeza, visto desde fuera. Cada vez más sólo, el líder empieza a preguntarse qué es lo que ha hecho mal para acabar así, y tardará tiempo, algunos nunca lo logran en averiguarlo. Y sobre todo, en asumirlo. La ventaja respecto a los tiempos pasados, digamos el clasicismo griego y romano, es que ahora no te apuñalan físicamente y tu cadáver sanguinolento no mancha el enlosado del foro, la curia o el escenario que sea escogido para perpetrar la última traición, pero lo cierto es que la imagen, metafóricamente, se mantiene. El cadáver, político, de Casado yace expuesto para el que lo quiera ver.

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