Les escribo, como casi casi siempre, desde la oficina, nada más llegar a ella, en un entorno de espacio abierto con mesas llenas de ordenadores y luces superiores que es clónico respecto a cualquier oficina del mundo. El mayor riesgo físico que tengo en el trabajo es que me tropiece con la pata de alguna mesa, o en las escaleras en alguno de los rincones del edificio, o que me pegue con una esquina de una mesa, o el corte afilado que a veces es capaz de hacer una inocente hoja de papel y que tanto molesta. No hace frío, no hace calor, no hay ruido, el entorno es sereno. Nada se asemeja a peligro.
Amanece en Madrid, y a esta hora sigue siendo noche cerrado en Terranova, en la costa de Canadá. Allí se produjo ayer una enorme tragedia al hundirse un arrastrero de Vigo que estaba terminando su campaña de capturas. En las aguas gélidas del norte crecen especies sabrosas, como la merluza o el bacalao, y esos buques realizan expediciones de varias semanas en las que el trabajo y la convivencia se dan en pequeños espacios donde todo está calculado para controlar costes y riesgos. Varias son las semanas en las que las tripulaciones están lejos de casa, y las familias esperan su vuelta, a sabiendas de que hay una probabilidad, pequeña, pero cierta, de que se produzca una fatalidad. Ayer fue el maldito día en el que esa baja probabilidad se transformó en certeza, y el Villa de Pitanxo, que así se llamaba el buque, se convirtió en el protagonista de una de las mayores tragedias pesqueras que se recuerdan. A estas horas el balance aún es incierto, pero es seguro que hay tres marineros rescatados y diez fallecidos, cuyos cuerpos ya han sido encontrados, mientras que permanecen desaparecidos otros once tripulantes. Es probable que el balance se extienda porque, imagino, las opciones de supervivencia de los desaparecidos son muy escasas en el bravo y frío mar de Terranova, donde las aguas están muy pocos grados por encima de cero y la hipotermia es casi lo que se sufre nada más caer en ellas. De hecho los supervivientes rescatados se encontraron en un estado de hipotermia avanzada que les hubiera llevado a la muerte con facilidad de haber estado un poco más de tiempo en el agua. La tripulación se componía de mayoría española, de localidades de la costa de Pontevedra, cinco peruanos y tres de Ghana, y ahora mismo son veinticuatro las familias que en Galicia sufren. Tres de ellas con el susto aún en el cuerpo, pero el alivio de saber que los suyos se han salvado, pero las demás se dividen entre la certeza de la muerte del allegado, que ya no volverá, y la incertidumbre por el querido, del que no se sabe nada pero se teme lo peor. Sólo la cifra ya confirmada de fallecidos convierte a lo sucedido en una tragedia de grandes proporciones, de las mayores que se recuerdan, y la situación que hoy se dará en las localidades costeras gallegas será de absoluto duelo e incomprensión por lo sucedido. Los trabajos de pesca en esa zona son duros, muy duros, y los barcos que allí se desplazan no son los pesqueros pequeños de colorines que conforman las flotas de bajura. No son habituales hundimientos de este tipo, y sospecho que serán los testimonios de los supervivientes los que permitan saber qué es lo que ha pasado. Estos días había fuertes borrascas entre esa zona e Islandia, sistemas de muy bajas presiones que desarrollan vientos fortísimos y un oleaje enorme que es capaz de desestabilizar a un barco de este tipo y otros bastante mayores. Desde hace ya más de una semana una mar de fondo golpea las costas gallegas y cantábricas, en las que el Sol de la maldita sequía y el día agradable contrastaba con un mar enfurecido, en ausencia de vientos locales. Esos oleajes eran provocados por esas duras y lejanas borrascas. Quizás nunca sepamos qué es lo que ha pasado, pero es muy probable que ese mal tiempo esté detrás de lo sucedido.
Mi experiencia marítima es casi nula, aunque me gustan los barcos. Lo más parecido que hecho a navegar, se reirán ustedes, es coger el ferry que va de Manhattan a Staten Island en una gélida mañana de febrero en la que el viento frío lo congelaba todo. No sobreviviría un día en un barco pesquero, no sólo por las condiciones del tiempo, sino también por la dureza de un trabajo físicamente muy exigente, y que exige una atención constante y precisa para no sufrir accidentes de todo tipo, como sucede en otras actividades industriales. Pensaré en ello cuando en la comida de hoy pida pescado, cosa que hago habitualmente, y quizás provenga de piscifactoría, o puede que de un arrastrero congelador como el siniestrado. Desde la seguridad absoluta de mi trabajo, pensaré en ello.
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