Cuando Hitler llega al poder considera que el edificio de la cancillería no es lo suficientemente grandioso como para su persona y poder, y Albert Speer, reconstruye el complejo y lo dota de aspecto y dimensiones de templo romano, con una galería de acceso de cientos de metros y un despacho para el canciller que puede ser medido en el estándar internacional de campos de fútbol. El objetivo único es el de impresionar, dejar claro quién manda, intimidar a aquellos que allí acuden, sean nacionales o mandatarios de otros países, para hacerles ver que el que posee el poder es el residente en ese palacio.
Putin no es Hitler, pero lo que vimos hace un par de días en su encuentro con Macron buscaba ese mismo efecto. La escena roza lo ridículo, bueno, más bien lo supera. En un salón enorme de grandes ventanales y cortinas como para elaborar vestidos para una recua de princesas saudíes, Putin y Macron se veían en los extremos de una de esas mesas que se pueden usar para hacer el Consejo de Ministros de Sánchez o para celebrar la última cena, y que tanto juego han dado en películas de dibujos animados cuando la bestia se sienta en un extremo y, al otro, bella apenas es distinguible. Alegó el Kremlin motivos sanitarios para salvaguardar la distancia de seguridad, y cierto es que, con semejante distancia, o el Covid aprende a saltar a la pértiga o las posibilidades de contagio son tan escasas como las de acuerdo. Más allá de las excusas, lo que quedaba claro en la escena era el ninguneo a Macron, la sensación de ser recibido en casa ajena como un extraño, como un inferior, como alguien que viene a molestar al dueño del palacio. En todas las reuniones la escenografía importa, y más cuanto menos se sabe del contenido de las mismas, y es obvio el mensaje que quiso trasladar Putin y su camarilla, de dominio de la situación, de superioridad, de que no se estaba ante un encuentro entre homólogos, sino en la visita de un enviado inferior, un segundón. Probablemente, antes de llegar a esa sala, Macron fue paseado por diversas salas y estancias del Kremlin, esa enorme fortaleza que domina el centro de Moscú, y que debe poseer lugares de belleza apabullante. Sin duda la idea sería la misma, pavonearse ante el invitado y mostrarle hasta qué punto el anfitrión exuda poder y él no. Un antecesor de Macron, si se me permite la licencia, hacía los mismo, y qué es Versalles sino la gran cola del pavo real que alardea poder y lo muestra para que el resto se inclinen a admirarlo. Francia siempre ha sido muy pomposa en lo que hace a los signos del poder, empezando por París y la pompa con la que está decorada cada una de sus esquinas. El Louvre, el Quay D’orse y otras sedes del gobierno que se encuentran en la capital son edificios de una majestuosidad aplastante, decorados en su interior hasta lo cargante, y buscan realzar la gloria y el poder de sus ocupantes, dejar claro quién manda aquí. Si Macron esperaba que en su encuentro con Putin las cosas iban a ir bien para los intereses de Europa y, claro está, de Francia, debió darse cuenta muy pronto al ver la escenografía del encuentro que el viaje había sido una pérdida de tiempo. Tras una reunión muy larga, cinco horas, Macron salió anunciando la posibilidad de una vía de desescalada, pero todos los comunicados posteriores del Kremlin han ido desinflando ese soufflé, dejando claro desde un principio que, posibilidades de acuerdo o no, no se considera a Francia como el interlocutor válido, al no ser un país de peso en el conflicto. Para Putin sólo EEUU está a su altura, y no pierde la oportunidad para demostrarlo. Como lección práctica para una UE que no posee poder real de disuasión la imagen de la mesa es muy práctica.
Si tiene usted curiosidad por visitar la imperial cancillería del Reich se va a quedar con las ganas, porque tras la IIGM no quedó nada de ella. Bombardeada hasta el extremo, el edificio desapareció y sólo los jardines, arrasados, y el búnker subsistieron a la invasión soviética de esa zona de Berlín. Ya ocupado, los restos que quedaban se volaron por completo. En los terrenos que ocupaba ese complejo ahora mismo hay un aparcamiento cutre y unos bloques de pisos que tienen el típico aspecto del desarrollismo franquista de los sesenta. La calle de Berlín, Vostrasse, si no recuerdo mal, es decepcionante para el que la visita, pero esconde una lección profunda. El tamaño del despacho, o de la mesa, no importa, llega un momento en que se puede reducir a nada.
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