Desde hace ya demasiados meses, cuando llegamos al final del periodo el INE nos regala un amargo dato que nos hace ponerle cifras redondeas a lo que experimentamos en el día a día de nuestra vida, la imparable subida de los precios. Si el valor de abril reflejó una “moderación” del 8,3%, que fue saludada por algunos como un buen dato, sobre todo tras el 9,8% de febrero, el adelantado de ayer fue otro jarro de agua muy fría a los que ya vendían la burra de que, como en el pasado, habíamos doblado la curva del virus antes de tiempo. Un doloroso 8,7% que nos consolida claramente por encima del 8% y que es dañino se mire por donde se mire. Una crueldad.
Ese dato hace referencia a la inflación general, que se obtienen por la medición de una cesta de bienes y servicios en los que hay muchas cosas y, a partir de ahí, se genera un índice único. Con él, el INE publica la llamada inflación subyacente, en la que, se excluyen, de la cesta anterior, los productos energéticos y los alimentos frescos. ¿Por qué? Se considera que estas variables tienen ciclos de precios propios, sujetos muchas veces a coyunturas particulares, y que introducen mucho ruido en la serie, por lo que pueden distorsionarla. Pensemos, por ejemplo, en las heladas tardías que hubo en abril, y que destruyeron parte de la incipiente cosecha de frutales de hueso. Por ese motivo, pasara lo que pasase, este año el precio de esas frutas subiría en el mercado porque habrá menos, pero el año que viene, sin heladas, la producción volvería a ser normal y el precio de la fruta bajaría, respecto a este. Esa subida y bajada no se debe a factores económicos, y se trata de eliminarla en algún punto para ver cuál es la evolución profunda de los precios. En la gráfica de la nota del INE se ve a esa inflación subyacente en amarillo, debajo de la general, en granate, y se observa cómo es siempre más baja, pero que ya ha cogido una clara tendencia ascendente. ¿Qué nos dice este dibujo? Muchas cosas. La gráfica amarilla muestra cómo la economía productiva, empresas y servicios, ha tratado vía márgenes de absorber el impacto del incremento de precios de la energía derivados de la vuelta a la normalidad tras las restricciones Covid y el posterior shock provocado por la guerra de Ucrania. Mientras los márgenes lo permitían el ascenso de precios era mucho menor que el de la demanda, que se refleja en el tirón de la serie granate ya en la primavera de 2021. Terminamos ese año con una subyacente del 2,1%, que no es poca, pero sí soportable, y se ve cómo ascensos granates muy significativos apenas tuvieron efectos en la subyacente durante meses. Las capacidades productivas ociosas y los márgenes estaban conteniendo la subida, pero febrero y marzo suponen un cambio de escenario. La demanda, tras el final de ómicorn y la sensación colectiva de vencimiento de la pandemia pega otro gran tirón y comienza la guerra, lo que dispara los precios energéticos aún más. Los sectores productivos ya no pueden absorber esos factores sin poner en riesgo sus cuentas y empiezan a trasladar los incrementos de costes a los bienes y servicios que ofrecen. Poco a poco el precio de la energía, desatado, deja de ser un shock puntual para convertirse en un factor estructural, de largo plazo, que se filtra en toda la cadena de producción y que acaba en los precios de todos los productos que vemos en las tiendas. La huelga de camineros y las tensiones de abastecimiento supusieron el primer gran aviso de lo que podría suceder en caso de que los precios energéticos no se moderen, y se solventó con una subvención generalizada, pero el mantenimiento de la guerra y las sanciones asociadas hacen que el petróleo y gas permanezcan en niveles muy altos (el euro en bajos respecto al dólar en que los pagamos) y que su presión siga siendo insistente. Eso hace que la tendencia ascendente de la inflación subyacente sea muy fuerte, y que nos plantemos en este mes de mayo en niveles del 4,9%, altísimos, que empiezan a ser insoportables. El daño que estas variables hacen a la economía real es enorme, y el empobrecimiento que nos causan a todos, inmenso.
¿Perspectivas? Malas. No hay visos de que la energía se vaya a abaratar, sino más bien todo lo contrario, dado que las sanciones van a más y crecerá el uso que el malvado Putin hace de sus recursos y nuestra dependencia para herirnos. Más allá de las medidas adoptadas por España y Portugal para abaratar el gas y así bajar el recibo de la luz, que no se notarán hasta medidos finales del próximo mes de junio, los precios no van a bajar si no lo hace la energía o se frena la demanda. Medidas como las próximas subidas de tipos de interés del BCE, que se esperan en julio, buscan eso, enfriar la demanda, provocando una crisis que haga que los precios caigan, por el camino doloroso de encarecer el dinero. Si la energía se moderase podríamos evitar ese escenario, pero eso, que no está en nuestra mano, no parece que vaya a pasar. Probablemente, la curva naranja aún no ha tocado techo.