Hoy se cumplen cuarenta años desde que España entró oficialmente en la OTAN, tras un convulso proceso que casi todos recuerdan con sonrojo. Fue una decisión de Calvo Sotelo, el presidente más breve y culto que hemos tenido, que suscitó la oposición de toda la izquierda, encabezada por el PSOE, y que luego éste partido revirtió mediante un referéndum en el que solicitó el sí a la incorporación a la Alianza. Del “OTAN de entrada no” a pedir ratificar el ingreso hay un mundo y toda una pirueta política que Felipe González, maestro en ese arte, realizó con soltura y algo de coste para su imagen personal y política.
En aquel entonces el mundo era muy distinto al de ahora. No había internet y al URSS estaba en pie, con la guerra fría viviendo una época de esplendor. Nadie era capaz de imaginar que sólo faltaban siete años para que el muro se derrumbase, porque Berlín era un nido de espías en un erial sometido a vigilancia y bloqueo. La ciudad seguía siendo el escenario de la confrontación entre occidente y el mundo soviético y la cicatriz que la partía muestra del abismo que separaba ambas concepciones vitales. Los partidos comunistas europeos seguían, en su mayoría, bajo la tutela de lo que se dictaba en Moscú, actuando como meros mecanismos de transmisión de las indicaciones que el KGB consideraba oportunas para desestabilizar a las naciones europeas. El eurocomunismo, una vía propia del comunismo europeo para emanciparse de la URSS había nacido en Italia hacía no mucho, pero apenas tenía recorrido. Sólo aquellos “camaradas” que habían viajado al paraíso socialista y habían comprobado que lo que se vendía como el sueño del proletariado era una estafa trataban, en cada país, de separar sus destinos de lo que Moscú ordenase. En este contexto la OTAN representaba una fuerza de disuasión enorme, encabezada por el despliegue de misiles nucleares en suelo de la Alemania Occidental, que miraban a su vecino del este y al conjunto de naciones sojuzgadas por Rusia. Gran parte de lo que ahora es la UE no eran sino satélites de la URSS, países nominalmente soberanos pero que eran regidos por dictaduras impuestas y controladas desde Moscú, y que en décadas pasadas ya habían experimentado en sus calles, a sangre y fuego, lo que significaba tratar de escapar del dictado de la madre Rusia. En ese contexto la neutralidad europea era imposible, o se pertenecía a un bando o al otro. Aún no había transcurrido medio siglo desde el final de la II Guerra Mundial y el recuerdo de las atrocidades vividas seguía anclado muy firmemente en la mente de los europeos, y su experimento para librarse de los horrores de futuras guerras comunes, llamado por entonces Comunidad Económica Europea, empezaba a coger un vuelo y dimensión que pocos habían imaginado. En España, país que llevaba apenas cinco años de democracia, reincorporarse al contexto internacional tras décadas de aislamiento forzoso era una obsesión, y si bien es cierto que había un consenso absoluto para entrar en la CEE, se lograría cuatro años más tarde, la entrada en la OTAN supuso un desgarro en gran parte de la sociedad. Muchos antifranquistas asociaban a la organización con el colaboracionismo norteamericano con el régimen y el imperialismo yanqui, lo que visto desde sus ojos de izquierdas era algo así como el diablo. Entrar en esa organización era, oficialmente, hacerse enemigo de la URSS, que para no pocos seguía siendo el sueño que España debía perseguir. Una aversión ideológica, traumas del pasado y razones varias, algunas consistentes, la mayoría erradas, llevaron a que el debate de la OTAN fuera uno de los más profundos que se han dado en nuestro país en las pasadas décadas, suponiendo para varias formaciones, especialmente para el PSOE de antaño, una experiencia traumática. El referéndum ratificó nuestra permanencia, no por un gran margen, creo recordar, y el asunto se fue apaciguando poco a poco.
La caída de la URSS hizo que la OTAN se quedara sin enemigo y, tras décadas de reinvención en las que el islamismo ha sido uno de los frentes que ha dado sentido a una organización que corrió el riesgo de deshacerse por inutilidad, la afrenta rusa desatada con la guerra de Ucrania ha vuelto a poner a la Alianza en el centro de todos los focos, y a sacar discursos apolillados en España que ya en los ochenta sonaban carcas en contra de su existencia. Hoy la Alianza es el paraguas que impide que Rusia nos ataque. España, dado su peso internacional y militar, apenas pinta y aporta en esa organización, pero es donde debemos estar, y más en estos tiempos de zozobra y de renovados miedos ante lo que viene desde Moscú.
No hay comentarios:
Publicar un comentario