Es primera hora de la mañana, y el recinto empieza a llenarse de coches, que aparcan como pueden en sus proximidades. No estamos ante una oficina, sino un colegio, y no es nuestro país, sino EEUU. Por eso los coches son muy grandes, el edificio algo más lustroso, el césped que lo rodea más verde y las banderas de barras y estrellas lo llenan todo, pero la escena es idéntica a la que se produce a la hora equivalente frente a nuestras escuelas, con una diferencia que no se ve, el miedo de los padres cuando dejan a sus hijos en el recinto por si no los van a volver a ver nunca, el miedo a que sus hijos sean asesinados.
Los críos más pequeños acceden en tropel al edificio, pero los de edad mediana empiezan a hacerlo poco a poco, en colas organizadas no para evitar aglomeraciones, sino para cachearlos e impedir que introduzcan en las aulas armas de ningún tipo, blancas o de fuego. Tanto los alumnos no pequeños como los profesores y demás personal escolar atraviesan arcos de seguridad, instalados en las entradas del recinto que están al máximo nivel posible para detectar lo que sea que pueda estar en las mochilas. Es un ritual de cada mañana el paso y cacheo, a un nivel de detalle que apenas se da en los aeropuertos o en otro tipo de recintos especialmente vigilados. Tras lograr que todo el mundo acceda, comienza la rutina de las clases, que hoy se va a ver alterada por la celebración de un simulacro de asalto al recinto por parte de un pistolero. Es algo que no es rutinario pero que sí se practica varias veces al año. Los niños aprenden desde sus primeros días en el centro cómo se organiza el edificio y dónde se encuentra la salida de emergencia más cercana a su aula en caso de que, si el asaltante no se encuentra en ella, puedan correr para llegar al exterior. El ejercicio es metódico, y trata de enseñar a mantener la calma y a realizar una serie de ejercicios que puedan dar algo de margen de seguridad a las posibles víctimas. Tanto alumnos como profesores ensayan posturas de protección, frases para controlar el estrés, formas en la que poder usar pupitres, libros u otro material que tengan a mano para cubrirse y lo puedan utilizar como parapeto improvisado, etc. Se reitera que no se debe oponer resistencia al atacante porque, armado él y desarmado el escolar, nada puede hacer para salvar su vida el crío frente a un arma homicida. Protección y huida son las claves de un simulacro que se da a la vez en todas las aulas, y que es preparado de manera específica para las distintas edades que se reúnen en el colegio, que afrontan estos riesgos de una manera muy distinta, siendo apenas inconscientes de ellos los más pequeños y estando aburridos de escucharlos caso a diario los mayores. El personal docente y el resto de trabajadores del colegio saben hasta el extremo el riesgo que pueden correr en una situación similar, lo fácil que es que sus vidas se pierdan y que apenas pueden contribuir a ganar tiempo para que, si un episodio de este tipo se da, la policía pueda llegar al recinto con el menor número de bajas posibles. Conocen de memoria los teléfonos que deben pulsar para dar aviso de un incidente armado y cómo advertirlo, y de sus propias medidas de autoprotección, pero saben que ante un hecho así tenderán a cuidar más de la vida de sus alumnos que de la suya propia, y que los ejercicios que hacen para mantener el control se pueden desbaratar completamente ante la mirada aterrada de unos críos que no serán capaces de entender qué pasa cuando el ruido ensordecedor y absurdo de unos disparos se cuele entre sus pasillos. La matanza de Sandy Hook, en 2012, llevó el terror de los institutos y oficinas a los lugares más vulnerables posibles, los colegios, donde menores muy menores carecen de cualquier tipo de protección efectiva ante un hecho similar. Los profesores no saben cómo parar esa ola violenta, y sólo confían en que, si se produce, puedan salvar a cuantos más críos sea posible.
Ayer, en la escuela elemental Robb de Uvalde, una pequeña localidad tejana cerca de la frontera con México, de apenas 16.000 habitantes, donde a buen seguro nunca pasa nada, se vivió una de las matanzas más atroces que uno pueda imaginar, perpetrada por otro crío de dieciocho años, como el asesino de Búfalo de hace una semana, en el que el desgarrador balance que se ve en los medios es incapaz de describir lo que allí sucedió. Habrá algunas explicaciones que, con el tiempo, traten de aclarar por qué ha sucedido algo así, pero nada podrá consolar a los padres de decenas de niños asesinados, de adultos asesinados, de tanta muerte sin sentido alguno causada por un crío que, hace pocos días, al cumplir años, decidió comprarse un par de armas automáticas sin control alguno y estrenarlas asesinando a su abuela. No se ni qué decir.
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