Anécdota tonta. Hacía tiempo que no pasaba, pero esta mañana ha habido una avería en el metro en la última de las líneas que cojo para llegar al trabajo, por lo que me he tenido que salir de la estación, coger un bus y realizar el final del trayecto en medio de una montaña de personas que intentaban hacer lo mismo que yo. Hay días en los que, haciendo el viaje de ida o vuelta, uno oye que se ha producido una avería en una determinada línea, y se mira para saber si está entre los afectados o no. Cuando no es el caso, la sombra que empezaba a perfilarse en el trayecto previsto se disipa, y apenas se piensa más en ello, olvidando a los sufridores reales.
Cuando el tren se queda bastante tiempo parado en una estación, o peor, entre dos de ellas, se empieza a notar un runrún de nervios entre los viajeros, porque es sabida la parquedad con la que se dan los avisos en el metro de Madrid. En otras ciudades es casi al revés, el conductor comenta demasiadas cosas, aquí apenas te avisa de que hay un problema cuando, llevados un rato parados, la megafonía de las estaciones empieza a emitir avisos pregrabados que componen la información de las líneas y tramos afectados por una interrupción que, siempre, empieza siendo estimada en media hora, y a veces dura menos y otras, las más, más. Cuando llega la confirmación de que hay problemas toca decidir qué hacer, y entonces empiezan las dudas. En función de donde haya sido la retención y el destino surgen más o menos posibilidades. Hay estaciones complicadas, de las que no tienen intercambio, donde una avería supone estar en tierra de nadie y afrontar un paseo largo hasta otra estación o alternativa. Otras tienen cruces de líneas, y te invitan a realizar un camino alternativo, cosa que me gusta cuando estoy de ocio, pero no cuando uno viene al trabajo, y claro, a estas horas de la mañana los trenes vienen muy llenos, y una alteración del servicio no prevista supone riadas de viajeros que cambian de planes y abandonas estaciones llenas dirigiéndose a otras también repletas, lo que es la receta perfecta para el caos. Hace unos minutos la escena masiva era de salida de la estación hacia las marquesinas de los autobuses que suben y bajan castellana, que se han convertido en improvisados manifestódormos, cada una de ellas equivalentes a varias comarcas de la España vacía, con caras de mosqueo general y apretones sin disimulo entre los intentos de subirse a algunos autobuses que venían con su recorrido y carga habitual, y que se han visto desbordados por la afluencia no prevista. Afortunadamente la previsión de lluvia para la tarde ha decidido no adelantarse y todo se ha hecho a una extraña y agradable temperatura en medio de la noche, pero con paraguas y gotas la situación hubiera sido bastante más confusa. Muchas malas caras, pero afortunadamente no ha habido las típicas broncas que se producen en estos casos entre aquellos que quieren entrar donde apenas hay sitio y los que, dentro, no aguantan que alguien más les presione. Son situaciones imposibles de acordar, en las que las prisas de los que llegan rebotados de la avería se suman al agobio de los que estaban de antes, todos ellos con cara de madrugón, y muchas veces las discusiones afloran sin que apenas pasen instantes desde que se produce el primer roce entre unos y otros. En esas ocasiones, si uno está lejos, oye las voces y agradece que se produzcan a distancia, pero todos tenemos escenas en la memoria de discusiones al borde de la cara en las que uno trata de huir, se ve tentado unos instantes en intervenir para apaciguar los ánimos, pero se retrae ante la posibilidad de que la discusión entre terceros torne en instantáneo acuerdo contra el presunto apaciguador. Lo mejor es cruzar los dedos y esperar a que las cosas pasen, eludir el conflicto, piensa mi mente cobardica. y tratar de que, milagro, o la megafonía o una acción del metro hagan que las cosas se muevan, en el sentido literal. A veces sucede, pero en demasiadas ocasiones no.
No es lo mismo una avería al venir al trabajo que al volver. Llego a la oficina de los primeros, y dedico los minutos inicales del día a este escrito cuando apenas hay gente, pero ello no es óbice para el hecho de que llegar tarde, lo que yo entiendo como tarde, no me guste. En el camino de vuelta la cosa es algo diferente. Molesta, sí, no lo voy a negar, pero lo cierto es que si llego unos minutos más tarde a casa o no tampoco va a alterar la rutina que tenía prevista, así soy, ni habrá nadie esperando que va a tener que sufrir una pérdida de su tiempo. Si tengo lectura tampoco me preocupa hacerla más en un andén y menos en casa, por decirlo de una manera rápida. Y entre buenas páginas las esperas se hacen mucho más amenas, a veces, si no hay urgencia por llegar, casi inexistentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario