Al día siguiente del fallecimiento de Javier Marías pudo Carlos Alsina hablar brevemente con Arturo Pérez Reverte, que se encontraba de viaje fuera de España. El dolor del amigo que ha perdido a otro era palpable. Comentó Arturo que a la vuelta, pasados unos días, tratarían los cercanos de organizar un homenaje a la altura del escritor fallecido, y con ese motivo un montón de gente brillante y allegados se juntaron este pasado viernes en el Círculo de Bellas Artes para expresar su dolor, su admiración y pena al saber que ya no podrán compartir nada con el desaparecido Javier. Y muchos más pudimos estar allí como testigos.
El acto, presentado por el poeta y columnista Antonio Lucas, consistía en la sucesión de aquellos que han tenido a Marías muy cerca de sí, en lo profesional, personal, literario o. simple y grandiosamente, amistada. Cada uno, introducido por Lucas, tenía unos tres minutos para decir lo que le viniera en gana, y la sucesión de subidas y bajadas en el escenario se daba por orden alfabético, de tal manera que Guillermo Altares fue el primero y Luis Antonio de Villena el último. Novelistas como Eduardo Mendoza, el propio Reverte, Manuel Jabois, el presidente del grupo editorial que le publicaba, su agente Marta Lynch, amigas íntimas, miembros de la RAE con los que tenía relación estrecha, incluyen al propio presidente de la institución… allí se sucedían personas de enorme valía, autores de éxito, profesionales como la copa de un pino que han logrado el éxito en sus trabajos y el reconocimiento público. Cada uno de ellos, por sí mismo, era merecedor de un homenaje por lo que ha logrado, pero todos se rendían ante la figura del desaparecido Marías, al que retrataban no tanto como el genio literario que era, sino como una persona tierna, tímida, bella, cariñosa y siempre leal a sus amigos. En lo literario bien lo dejó claro Eduardo Mendoza al señalar que Marías ha sido, es, el más grande entre todos, y que dejó puesto un listón al que el resto no son capaces de llegar. Y eso dicho por un premio Cervantes que concita el aplauso unánime, y merecido, tanto de crítica como de público. Fueron las notas de lo personal lo novedoso del acto, el relato de anécdotas que la mayor parte de los intervinientes tenía en su relación con Marías. Para todos era un maestro, un pozo de sabiduría y un alma bondadosa. Era exigente en el trato, como bien comentaron las que trabajaban con él en el día a día del mundo literario, pero lo daba todo, y se desprendía. Reticente a las tecnologías, trataba de mantener una cierta distancia con el mundo exterior, para estar a salvo de los tontos que por todas partes pululan, como señaló Jorge Fernández Díaz, y eso, en un mundo como el actual dominado por la imagen y la presencia constante, le daba una imagen huraña, de viejo cascarrabias, aumentada en los últimos tiempos por las críticas de los necios que cogían sus libres opiniones y las usaban para golpearle. Marías se escondía de una sociedad que, en gran parte, no entendía, la consideraba llena de ruido y furia, de vanidad pretenciosa, de estruendoso vacío. Pero ni mucho menos era ajeno a lo que en ella pasaba. De todo leía, se enteraba, quería saber, y lo compartía con los suyos. No era fácil acceder a su círculo, por esas protecciones que establecía, pero una vez en él los que estaban descubrían a un niño, como le describió Reverte, un alma infantil que jugaba y disfrutaba de las cosas que le hacían feliz, que vivía volcado en las letras y en otras pasiones, como el cine o el fútbol, y que se lo pasaba en grande ejerciendo su papel de Rey de Redonda, monarca de un ficticio reino que sólo existe en la imaginación de los que en él forman parte. Su editorial, a la que dedicaba tiempo y esfuerzo sin límite, tomó ese mismo nombre, y eran regios los libros que allí se editaban. Y los regalaba sin freno. Ahora la editorial y el reinado están en sede vacante, por usar una terminología vaticana que, me temo, no le gustaría, pero que describe muy bien la sensación de vacío en el palacio de las letras que su muerte ha dejado.
Al acabar el acto Álvaro, uno de sus hermanos, que desde hace años se dedica al mundo de la música antigua como director de conjunto y flautista, interpretó el lamento “lachrimae” de John Dowland en un arreglo para flauta de pico de Van Eyck. Es una pieza luctuosa, triste y conmovedora, que llena. Tras tantas palabras ajustadas, la música se hizo con el escenario y, en un silencio absoluto, con una secuencia de imágenes de fondo, dijimos adiós a Javier Marías de una manera tan honda y elegante que, a buen seguro, le hubiera dejado más que satisfecho. Cuánto lamento que su maldita muerte haya obligado a hacer algo tan bello y debido.
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