Una de las cosas buenas que tiene subir al norte es que se puede comprar El Correo todos los días y, además de estar ante un periódico mucho más objetivo que otros de mayor nombre y tirada, disfrutar de genialidades como las columnas de Pablo Martínez Zarracina, que está a años luz de todo lo que yo seas capaz de hacer juntando palabras. Este lunes alcanzó otra de sus cimas cuando expresó la sorpresa que sintió el domingo por la noche al ver a un señor trajeado con barba blanca dando un discurso desde un despacho institucional, y la imagen del Rey y el espumillón navideño le vino a la mente de manera instantánea. Miró el calendario, porque algo no le cuadraba y, en efecto, no era Felipe VI el que esa noche se dirigía a los españoles.
Carlos Lesmes, presidente del Consejo General del Poder Judicial, el CGPJ del que se habla en los metros y autobuses según cierta ministra, escogió un formato de dimisión regia para que su portazo, ya anunciado, se escuchara de la manera más estruendosa posible. Ya hace unas semanas amenazó con hacerlo, achacando a la necedad política la situación insostenible del más alto órgano de la magistratura y la imposibilidad de seguir al frente de una carcasa que se vaciaba a cada día que pasaba, entre bajas, interinidades y desprestigio. En sus palabras, nada retorcidas, muy comprensibles, denunció una situación que le aborrecía, y de la que se negaba a seguir siendo cómplice. Dicho y hecho, Lesmes hizo efectiva su amenaza y dimitió. Al día siguiente Sánchez llamó a Feijoo a la Moncloa para tratar de encauzar un pacto entre los dos grandes partidos que pudiera cubrir las bajas que presenta el órgano de gobierno de los jueces. Acción y reacción. Eso sí es velocidad. La que no han tenido PP y PSOE en años de discusiones y enfrentamientos se convirtió, por arte de magia, en un encuentro de tres horas centrado en este tema, y vaya usted a saber si en alguno más. Interesante. No se puede ser más necio que lo que han demostrado ser ambos partidos. Unos cuántos días antes tuvimos la visita del Comisario de Justicia de la UE, que vino para enterarse por qué en este país bananero no hay manera de que las instituciones judiciales puedan ser renovadas en plazo y forma. Imagino que, del contenido de sus encuentros con gobierno y oposición, sacó la conclusión de que aquí todo funciona como en Polonia, pero en el plano de los deseos. Allí el gobierno ya ha conseguido sacar adelante normas que le permiten nombrar y revocar jueces y altos cargos de ese poder para que no osen a discutirle sus decisiones. En España, como no hay mayoría suficiente para ello, no es posible, pero tanto el partido gobernante como el aspirante se mueren de envidia de lo que ha logrado hacer el gobierno de Varsovia. En público abominan de la injerencia del ejecutivo en la justicia y de lo condenable que es ese comportamiento, pero en privado sólo sueñan con ser ellos, y no los de enfrente, los que puedan colocar a quienes desean donde les sean útiles. El Comisario Europeo dejó España, supongo que aliviado desde el momento en el que su avión despegó de nuestro suelo, una vez comprobado el total sectarismo y la inutilidad manifiesta de los políticos con los que se reunió, ávidos de poder y de orgullo. Ese mismo comisario fue alabado y lanceado por los medios del gobierno y sus contrarios en función de lo que decía en un momento u otro, o de con quién se reunía o dejaba de hablar. Lo que en un principio era una visita de una alta figura europea se convertía, en horas, en presencia incómoda de alguien que no tiene derecho a opinar de lo que sucede en nuestro país, y viceversa. Seguro que, si por el comisario fuera, tanto los miembros de nuestro gobierno como los de la oposición podían ser destinados a un presidio a picar piedra durante un par de décadas, siendo ese el mínimo castigo que se les podría impones a los causantes de tanto daño institucional. Al menos así sí se haría justicia, de la verdadera.
La dimisión de Lesmes, además de reflejar un grave problema institucional, es una bofetada en toda la cara a los críos, ya lo siento por los de menor edad, que pretenden gobernarnos o dicen que lo hacen, y también, desde luego, a los que día sí y día también, escriben hablan en la radio o en otros medios a sueldo, o así lo parece, de una u otra parte, dejando la presunta profesión periodística que dicen ejercer convertida en mero ejercicio de propaganda, supongo que mejor remunerado de lo que podría ser el honroso trabajo de redacción. Por eso, también, leer a gente como Zarracina es un lujo, porque sabes que, casi seguro, no le contratarían en ninguna de las antaño grandes cabeceras nacionales.
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