Contempla uno las imágenes del congreso del Partido Comunista chino y cree estar en una alucinación temporal. El color de la imagen es intenso, se ven móviles y tablets, es hoy, ahora, pero a quienes se muestra podían ser perfectamente personas sacadas de siglos pasados. Todos hombres, serios, grises, que aplauden unánimemente las decisiones de un órgano de mera aclamación, que contemplan en el estrado al dictador y a su corte de brazos ejecutores, y que se desgañitan para mostrar pleitesía y, con ello, la esperanza de recoger algunas migajas del poder en forma de cargo e ingreso. Sustituye uno la imagen de Xi por la de Mao y, visto desde lejos, todo se parece demasiado.
Xi es el primer dirigente chino, desde Mao, que permanece más de diez años en el poder. Tras el desastre de la gestión maoísta, que sólo fue vista con buenos ojos por burgueses acomodados de ciertas ciudades europeas, el partido decidió que los dirigentes podrían tener un cargo máximo de diez años, en dos bloques de cinco, siendo el primer ministro del segundo ejercicio el llamado a ser el próximo líder. Hasta Xi. Si la norma se hubiera mantenido en vigor esta semana habría dejado el poder, y dado paso a otro monarca, pero no será así. Las diferentes reformas constitucionales que se han dado en el reinado de Xi le permiten optar a un nuevo mandato de cinco años y, por lo que parece, tiene posibilidades reales de eternizarse en el poder, lo que ya le va a dar derecho a que su nombre se escriba con grandes letras en la historia del partido comunista chino, al ser el que más ha gobernado aquella nación bajo esas siglas desde Mao. Xi controla los resortes del poder político y militar en un aparato del que, en occidente, se sabe menos de lo debido, pero que parece unido. Ha conseguido que en las escuelas se estudie su figura y doctrina, y ha cambiado el perfil exterior de una China con capacidades cada vez mayores, en todas las dimensiones que uno pueda mirar. Si los mandatos iniciados por Den Xiaoping, una de las personas más importantes de la historia moderna, y sus sucesores, buscaron reconstruir una china arrasada por la revolución cultural e ir creando una gran nación, Xi se ha propuesto que china empiece a ocupar el papel en el mundo que le corresponde a la nación más poblada, por poco, y a la segunda con mayor PIB. China mira, en muchos aspectos, a EEUU de tú a tu, y sabe que su poder empieza a ser lo suficientemente grande como para ser temido, y no sólo entre sus vecinos, que saben bien lo persuasiva que puede ser Beijing cuando se lo propone. La economía global se asienta mucho en la capacidad productiva de China, y en el cada vez mayor mercado de consumo que representa esa nación. Xi conoce las fortalezas de su nación, y desea explotarlas mediante un discurso cada vez más nacionalista y retador. Parte de esa orientación hacia fuera, a exigir a los demás, puede venir de los problemas a los que se enfrenta la economía china, que desde luego que los tiene. Lo que parece ser el estallido de una burbuja inmobiliaria se cruza con las consecuencias derivadas de cierres y confinamientos provocados por la testaruda política de Covid cero, que lastran a grandes sectores y ciudades cuando apenas unos pocos casos son detectados. La menor eficacia de la vacuna china y la menor tasa de cobertura vacunal de su población, así como la prácticamente nula inmunidad natural generada por los contagios, que no se han dado, hace que un brote en China pueda tener consecuencias sanitarias más elevadas que en otras partes del mundo, pero el desastre económico que supone la gestión “cero” actualmente y las restricciones a la población que se manifiesta en forma de confinamientos y control militar de las urbes son una carga para la economía del país y su futuro. Había rumores que indicaban que Xi aprovecharía este congreso para anuncier un relajamiento de esa política de cero contagios. De momento no está siendo así, ni mucho menos.
Sin la belicosidad sádica de Rusia, pero sí con un discurso semejante, Xi se muestra ante el mundo como el hombre fuerte providencial, el ejemplo de cómo conseguir desarrollo económico y triunfo social en una nación alejada de las decadencias liberales y las turbulencias democráticas. Xi y China son un ejemplo para parte del mundo, que busca rumbo y aliados. El abrazo chino, soñado por muchos, se puede acabar convirtiendo en una pesadilla, como ya saben varios países africanos, pero es un proceso que va a más. Occidente y las democracias liberales tenemos en China un rival sistémico, en lo económico y, también, en lo ideológico. Xi lo sabe, y lo va a explotar. Los problemas de fondo que tiene China pueden frustrar sus sueños, pero no parece que, salvo ellos, ninguna persona sea capaz de ponerle obstáculo alguno.
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