Se ha vuelto a repetir una escena que es absurda, peligrosa y muy estúpida. Un par o tres jóvenes se acercan a un cuadro que es una joya universal, custodiado en un museo de los de mayor nivel del mundo, y realizan una “performance” consistente en arrojar algo sobre la pintura, bien comida o algún tipo de pintura o similar. Su acción la enmarcan en la protesta a favor de la conciencia climática, o eso dicen los descerebrados. El cuadro atacado posee medidas de seguridad, en esencia un cristal que lo protege, y eso hace que no sufra daños de importancia, pero la agresión se produce, el ataque se da, y sólo la suerte impide que algo de inmenso valor se acabe perdiendo o dañando.
Seré directo. Los que hacen estos actos son estúpidos y estos actos son estupideces. Los que les ríen las gracias y se lo consienten son estúpidos, y un poco estúpidos somos también los que las comentamos, contribuyendo a dar bombo a actos que son basura. Las presuntas coartadas medioambientales que esgrimen los estúpidos de turno me dan igual, no por el problema que denuncian, sino porque no hay argumento que justifique el ataque vandálico contra una obra que es patrimonio universal, que proviene de siglos pasados, que se ha podido preservar por el sacrificio de muchas personas e instituciones (sí, también por la suerte) y que debe seguir protegiéndose para que en el futuro los que aquí estén puedan disfrutar de ella. Observar cómo personas jóvenes, en un momento de la vida en el que su cerebro bulle de ideas y posibilidades para afrontar cualquier problema, o para ser activista de la causa que sea de una manera que sirva para solucionar el problema denunciado, se dedican a un nihilismo estúpido de semejante calibre resulta descorazonador. Quizás su único objetivo no tiene que ver con eso que argumentan como causa de denuncia, motivo perfectamente intercambiable por otros muchos, sobran. No, quizás lo que buscan es lo de siempre, que se hable de ellos, que se hable de uno. Que las redes “ardan” con su acción y que unos desconocidos logren, por un instante efímero, alcanzar la fama de la obra que atacan, cuyo renombre está mucho más allá del de ellos, el mío o el de cualquier otro. Si alguien piensa que hacer semejantes estupideces es una vía para solucionar problema alguno es que, realmente, tiene un problema. Bobadas como estas sólo generan incomprensión y desprecio ante los que las hacen y, al revés de lo que estos tarugos dicen pretender, oposición social a la causa que enarbolan como justificación de sus actos. Si quieren ayudar a lo que sea, haciendo esto precisamente están destruyéndolo, y los que realmente trabajan a favor de la causa que estos estúpidos enarbolan debieran ser los primeros en salir a decir que estos actos son basura, mierda, que no sirven para nada salvo para poner en riesgo a obras de arte de enorme valor y que los que se dicen “activistas” son unos gilipollas contraproducentes. Tras varios ataques no he visto a ninguna de las asociaciones que lucha contra el cambio climático, la excusa aducida por los estúpidos del kétchup, sacar comunicado alguno ni decir nada en alto oponiéndose a estas tonterías, lo que me hace dudar no sólo de los propósitos que dicen defender sino, sobre todo, la catadura moral de los personajes que rigen esas organizaciones. Ante la proliferación de ataques los museos empezarán a tomar medidas defensivas, en forma de mamparas y otros artilugios, lo que encarecerá sus costes y perjudicará el disfrute de los que a ellos acuden. Enorme el logro conseguido. También me gustaría saber por qué en todas las escenas de ataques que hemos visto la seguridad de las instalaciones actúa con una parsimonia y falta de urgencia inversa a la que le entra cuando uno cualquiera, usted o yo por ejemplo, se acerca demasiado a la cuerda que impide ir más allá en la contemplación cercana de un cuadro. Si alguno de los museos “colabora” o “acuerda” algo con los autores de estas bobadas el título de estúpido se extiende a sus rectores, y además, en ese caso, la necesidad, obligación, de ser cesados por su absoluta irresponsabilidad.
Decía el otro día en una entrevista Juan Gómez Jurado que vivimos en un mundo en el que hay muy pocos Velázquez y muchos miles que arrojan piedras sobre las obras. Realmente siempre ha sido así, solo que ahora parece que la relevancia social la adquieren los imbéciles que arrojan, no los que crean. No hay causa que justifique actos de este tipo, ni debate posible originado por acciones que quizás no sean punibles legalmente, pero que deben ser repudiadas por todos por la agresión que suponen y, también, por la inmensa estupidez que revelan.
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