El resultado de la segunda vuelta de las elecciones brasileñas ha sido el esperado, pero con mucho menos margen del previsto. Ya en la primera elección las encuestas, que incluso vaticinaban una mayoría de Lula superior al 50% fracasaron, y la diferencia entre el Lula ganador y el presidente Bolsonaro fueron mucho menores. En la segunda Bolsonaro encabezó el recuento hasta superarse ligeramente el 60% del escrutinio, que es cuando Lula se puso por delante. Finalmente, casi dos puntos de diferencia han separado a uno y otro, y en el caso de una elección presidencial a cara o cruz, da igual el margen para determinar el ganador. Lula será el próximo presidente del país y Bolsonaro dejará de serlo con las campanadas de nochevieja.
Desde que terminó el recuento electoral, noche del domingo en España, todo el mundo se había pronunciado menos el propio Bolsonaro, lo que ha hecho crecer a lo largo de estos días el miedo a una insubordinación desde las más altas instancias del estado brasileño. El carácter populista del hasta ahora presidente ha sido testado en demasiadas ocasiones como para no temer lo que puede ser capaz de hacer y, sobre todo, hay precedentes. Brasil sabe lo que es que un golpe de estado por parte de los militares haga descarrilar a las instituciones democráticas y, sobre todo, tenemos en la memoria lo sucedido en EEUU hace casi dos años. Trump, el maestro, al que tantos populistas adoran por encima de todo enseñó como uno puede no reconocer una derrota electoral, como crear una corriente de opinión a favor de un presunto fraude y, sobre todo, exaltar a las masas para que realicen actos no ya de insubordinación, sino de puro golpismo, como se vio en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. El silencio de Bolsonaro ha sido estos días el caldo de cultivo que ha permitido a algunos de sus seguidores empezar a realizar actos de protesta, en forma de cortes de carretera, que afortunadamente no han derivado en disturbios, pero que son una señal de las fuerzas que un Bolsonaro insurrecto podría empezar a desatar en caso de empecinamiento. No paree que vaya a ser así. Ayer por la noche, dos días después, el presidente compareció ante los medios en una declaración muy breve en la que, lo relevante, afirmó que cumpliría con sus obligaciones constitucionales, por lo que, sin decirlo, acata el resultado que le desaloja del poder. Eso sí, ninguna palabra de reconocimiento de su derrota ni de felicitación al ganador. El habitual discurso, llamado de concesión, en el que el perdedor de una carrera electoral felicita al ganador y contribuye a que la sucesión del poder sea lo más plácida y segura posible estuvo completamente ausente en las palabras de Bolsonaro de ayer. No hubo improperios trumpistas, ni llamamientos a la insurrección, pero desde luego nada que mencionase el por qué ya no va a seguir siendo presidente. Supongo que conociendo al personaje era difícil pedir algo más elevado y democrático, y si cumple su palabra y el traspaso se realiza podemos darnos por satisfechos. A lo largo de estos dos meses se verán los obstáculos reales que los equipos que se mantienen en la presidencia ponen a los que van a relevarles, y si se producen movimientos en las calles por parte de bolsonaristas que azucen el clima de división social que se ha instalado en el país. Dadas las dimensiones del país y de sus problemas, gigantescos, lo único que no necesita una nación como aquella es aumentar el nivel de violencia callejera, que ya es elevadísimo, y la resistencia de ciertas parcelas del poder establecido a la transición a un nuevo ejecutivo, que será rupturista con el anterior en muchos aspectos pero que, en otros, tendrá poco margen de maniobra para alterar cosas. De momento, Lula contará con oposición en el legislativo, donde los bolsonaristas han logrado mayoría, y eso dificultará sus planes.
Decía al principio que en una elección presidencial a cara o cruz da igual el margen del ganador para saber que lo es, pero una vez dilucidado eso, el margen nos indica cuál es ese mismo margen de gobernabilidad que tiene el candidato elegido. La división social en Brasil es tremenda, la polarización inmensa, y el nuevo presidente sabe que casi una mitad de la población le teme y odia tanto como un poco más de la mitad ama. En el arte de la política está el saber apaciguar estas tensiones o, al menos, no contribuir a que se desaten aún más. Si en los últimos años asistimos a líderes que se suben a la ola populista para reventar a las sociedades y partirlas, con el objetivo de así poder cabalgarlas mejor, Lula tiene la posibilidad de bajar los decibelios políticos en un Brasil lleno de retos y necesidades.
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