miércoles, noviembre 23, 2022

Frío en Ucrania

Soy friolero. Llevo el calor mucho mejor que el frío, que se que es necesario y debido, pero me aletarga, me molesta. El lujo de la manga corta es impagable. Desde hace unos días el frío ya se ha instalado en España, tras un octubre de tregua, anómalo, que acentuó la sequía pero nos libró de costes energéticos. El viento y la lluvia ya están aquí, esperemos que esta segunda sea generosa. Ayer, casi solo en la oficina, al ser uno de los días en los que mis compañeros teletrabajan, no hacía ningún calor en el edificio, no se si por la ausencia de gente en mi planta, pero la sensación de frío era desagradable. No muy molesta, pero sí persistente.

En un momento dado miraba por la ventana contemplando Madrid, cubierto en un día plomizo de noviembre, con algo de llovizna, y recordaba lo muy privilegiado que soy. Estaba en un edificio protegido, con doble ventana, en una instalación con aire y calefacción. Al fondo, a la izquierda, divisaba mi barrio, donde está mi piso, también guarnecido ante las inclemencias meteorológicas. Y era imposible no dejar de pensar en Ucrania. Imaginaba la misma escena en el llano del este de Europa, en la cuenca del Dniéper, con millones de pisos en los que viven personas que están sometidas a la guerra, y en la que la idea de casa no es la de refugio y protección. Millones de ellas, a esta hora de la mañana, y luego, y ayer, y los próximos días, carecen de suministros básicos. No hay agua corriente, la luz falla, la calefacción no funciona, en muchos casos las ventanas están reventadas por explosiones que han sacudido barrios cercanos, y eso cuando no son los propios edificios o los vecinos los que han sucumbido a los ataques rusos. Las temperaturas siguen cayendo a medida que la luz se acorta, y el camino al final del año es un túnel de oscuridad y frío ante el que apenas hay recursos tecnológicos que sirvan para combatirlo. Con unos inviernos que allí son de verdad, de nieves durante semanas, ventiscas y temperaturas muy por debajo de cero grados, millones de personas no pueden ni cerrar las ventanas de sus hogares para esconderse de un aire que les acribilla. Como muy acertadamente escribió Luis de Vega en su crónica del sábado en El País, los primeros copos en Kiev han sido como disparos de metralla, que no han venido lanzados por el ejército ruso, pero sí que hacen daño a la misma gente a la que las baterías de Putin desean aniquilar. El frío, como en la edad media, es usado por los estrategas del Kremlin para desestabilizar a la población, acorralarla, someterle a un castigo constante día y noche, para el que no está preparada. Las gentes del este son duras, mucho, sobreviven a inviernos que dejan a los nuestros convertidos en tibias primaveras, pero entre otras cosas son capaces de pasarlos porque tienen infraestructuras que lo permiten, sistemas de calefacción pensados para funcionar medio año, reservas de gas y otras fuentes de energía que abastecen a los dispositivos calefactores, fijos o móviles. Con la regresión al pasado que están generando los bombardeos rusos, la capacidad de la población de hacer frente al frío merma muy considerablemente. Aquellos que residan en casas de pueblo podrán hacer uso de chimeneas, y quemar en ellas lo que encuentren, arrejuntarse en torno a ese hogar y pasar noches y días en la confianza de que la violencia militar no les alcance, pero, ¿y los que viven en ciudades? Los que residen en pisos, donde no hay chimenea, donde la calefacción funciona encendiendo y apagando cosas que ya no responden a los interruptores, ¿qué opciones tienen todas esas personas? ¿qué hacer más allá de sepultarse en ropa y mantas? ¿cómo sobrevivir a esos largos meses de frío y oscuridad?

Las autoridades ucranianas empiezan a lanzar mensajes a la población que reside en el este del país, la más próxima a los frentes, que empiece a desplazarse hacia el oeste, donde hay problemas de suministro, pero menos. Se estima que la mitad de la red y capacidad de producción eléctrica del país no funciona, y está destrozada a un nivel que requiere no sólo mucho dinero sino, sobre todo, medios y tiempo de los que Ucrania no dispone. Mi frío de ayer, mi molestia, era el mal menor de un privilegiado que vive en un mundo ajeno a la guerra que se libra a no muchos kilómetros de aquí, en paisajes europeos como los que nos son tan familiares a todos. No sobreviviría a este invierno en Ucrania. Huiría, como un gélido cobarde.

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