La incapacidad de Irene Montero para el desempeño de cargo público es manifiesta. Su total desconocimiento de las normas, del funcionamiento del estado de derecho, de llevar el activismo a la forma de trabajo ha conducido a su Ministerio a un callejón sin salida en el que cada norma que de él ha surgido ha sido peor, más destructiva para sus pretendidos propósitos, hasta llegar a la sinrazón de la ley del sólo sí es sí, un disparate que genera el mayor desasosiego posible entre las víctimas de delitos sexuales. Su no dimisión, y su no cese por parte de su jefe, expresan la total irresponsabilidad en la que vive ella y su jefe.
En el anterior párrafo he sido muy duro contra Irene Montero, pero en ningún caso me he metido con su vida personal. He puesto por los suelos la actividad que desempeña y que dice defender, pero no la he insultado ni he criticado sus comportamientos privados. ¿Por qué? Porque eso es algo que no se hace, de lo que uno puede tener una opinión personal de uno u otro tipo, pero que no se debe expresar en público, porque el comportamiento privado de cada uno es el que es, y punto. La crítica a la gestión política de un cargo es una cosa que entra dentro de lo normal, y el matonismo, amparado en unas siglas o ideologías, es otra cosa en la que yo no voy a caer nunca y, por lo visto, cada vez es más frecuente entre nuestra infame clase política. El último caso ha sido el desatado por una portavoz de Vox, secundada por otros miembros de su partido, que han convertido a la vida privada de Irene Montero en el objeto de sus ataques. Como bien saben, mi opinión de Vox no difiere mucho de mi opinión de Podemos, porque ambos son presuntos extremistas ideológicos de unas corrientes desfasadas que dicen defender con ardor, pero que no son sino reencarnaciones de proyectos totalitarios que buscan el poder absoluto y la eliminación del adversario. Podemos fue innovador en su momento en el uso del matonismo, de la crítica personal, del insulto, acoso y seguimiento a aquellos que, según su criterio, no se merecían respeto alguno, y su líder, Pablo Iglesias, sigue ejerciendo ese papel de inquisidor mayor y dictamina quién tiene derecho a opinar de qué y quién no, y sentencia cacerías contra los que, a su juicio, deben ser silenciados. Es un comportamiento repugnante. Vox hace exactamente lo mismo, lo mismo. La misma basura moral, el mismo grado de violencia verbal, la misma crudeza en el desprecio a quien no se ve como merecedor del mismo. Abascal y su tropa de falangistas nostálgicos suponen el reverso perfecto de los antes mencionados, con una chulería y desprecio a las formas que serían objeto de un montón de azotes en caso de ser empleadas en colegios donde se rigiera el código de sanciones que le gustaría a Vox. El último de los episodios vividos ha sido, como les decía, de Vox contra Podemos, pero ambos se han insultado hasta el extremo e insultado a los demás, haciéndose merecedores de la absoluta condena por parte del resto de los grupos políticos y, en general, de cualquiera que tenga un mínimo sentido de educación y urbanidad. En este caso hemos tenido la desgracia de tener dos movimientos opuestos que utilizan prácticas equivalentes, pero daría igual si sólo fuera uno de ellos el que existiría, sería igualmente repugnante, condenable y despreciable. La técnica del escrache, por ejemplo, fue introducida por Podemos, y pocos fuimos los que, desde un principio, la consideramos intolerable, impropia de una sociedad democrática, un ejercicio de violencia que debía ser condenado. Podemos, y algunos otros, que les reían las gracias, no lo vieron así, y lo defendieron. Cuando los dirigentes de Podemos empezaron a ser víctimas de idénticos escraches por parte de totalitarios voxeros fuimos más, los pocos de antes y algunos sumados, los que los condenamos, porque era nuevamente la repetición de una táctica infame contra el entorno personal de alguien que no debía ser atacado.
¿Saben qué es lo peor de este tipo de comportamientos deleznables? Dos cosas; el contagio y que rentan. El contagio se extiende, se normaliza. Una vez que unos y otros realizan actos semejantes, o desatan discursos de odio similares, otros se suman al carro y llevan la misma táctica a su forma de actuar, convirtiendo la política actual en el cenagal del que huye el que tenga un mínimo de sentido de la decencia. Lo otro es que renta, que la sociedad no castiga como es debido (no votando, despreciando) a quienes cometen este tipo de actos. Tienen fans que les jalean, agitan a unas masas que parecen enardecer en medio de insultos y bravuconadas zafias. Eso, quizás, sea lo más peligroso de todo esto. Malditos populistas.
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