Finalmente Elon Musk se ha hecho con Twitter. En el fondo, ha tenido que comprarla por bocazas, porque tras haberlo prometido y hacer una oferta se echó para atrás de manera absurda. Los dueños de la tecnológica vieron el chollo de colocarla por 44.000 millones y se armaron de abogados que pleitearían hasta el infinito. Los letrados de Musk acabaron por convencerle de que sería mucho más caro el litigio, las costas y las penalizaciones que la propia compra, y finalmente el multimillonario entregó la cuchara y, con ella, la disparatada cifra por la que se ha vendido la compañía del pajarito. Elon ya es el dueño de la jaula.
Twitter es un enorme lío, como concepto, como empresa, como entidad capaz de generar negocio y como entorno social. Es la red en la que más domina el odio, en la que la información y la opinión puede frente al hedonismo, la bandera de Instagram, o el cachondeo. Monetizar Twitter es complicado más allá de la inclusión de publicidad y patrocinios, porque hacer que los usuarios paguen por el uso de sus cuentas es algo que no realiza red social alguna. Se supone que las redes sacan el mayor volumen de sus ingresos de lo que conocen a sus usuarios y son capaces de explotar en beneficio de la compañía. Puede que en Twitter, red que funciona por libre frente al conglomerado Meta, ese factor sea secundario, o una simple mercancía que es vendida con o sin el consentimiento de los usuarios, vaya usted a saber. Lo cierto es que la red del pajarito es famosa, sobre todo, por ser el campo de batalla político global, por estar siempre a tiro de políticos y de populistas, que se exaltan y usas los caracteres de que disponen para insultar y acosar sin muchos frenos. El uso de cuentas anónimas, pensadas para que aquellos que escriben desde lugares donde son perseguidos los derechos humanos puedan mantenerse a salvo y expresarse libremente, ha degenerado en una montaña de usuarios fantasma, escondidos en motes, que van por la red pegando zancadillas y puñetazos virtuales a todo lo que se mueve a su alrededor, ejerciendo un matonismo zafio e insoportable. El disparo en el uso de bots, cuentas automatizadas que escriben sin intervención humana, que tiene sus utilidades, ha hecho que miles de ellos suplanten a personas de verdad y que, vía algoritmos, se sumen a campañas de desinformación, acoso, bulo o cualquier otro propósito nocivo. La regulación de los contenidos ha sido, desde el principio, uno de los grandes problemas de Twitter, el cómo llevarla a cabo y hasta dónde, y aquí hay tantas opiniones como personas. Musk ha sido partidario del modelo libertario, nulas reglas, total libertad, que cada uno ponga lo que le de la gana. El problema es que no se cómo se compatibiliza eso con el hecho de que cada uno se haga responsable de las cosas que haya puesto y las denuncias que, en el mundo real, le puedan surgir por ello. Si con un usuario fantasma voy propiciando amenazas de muerte en Twitter soy un evidente capullo, sí, pero además estoy en el limbo de cometer un delito, y gestionar una red en la que hay muchos potenciales delincuentes es un enorme problema para el que no hay respuestas claras. Si la toxicidad sube la lógica y el sentido común se largan, y la red empieza a ser dominada por usuarios basura, mientras que los valiosos o se callan, o directamente, se largan del pozo de fango. Por eso, también, la monetización, que es tan obvia en el caso de Instagram, se complica mucho, porque anunciantes de todo tipo no desean unir su marca a un entorno que pueda ser considerado como tóxico, viciado, sesgado, nada atractivo. Alguna empresa ya ha dicho que suspende sus campañas de promoción en Twitter y si son muchas más las que lo hacen el negocio que acaba de adquirir Musk ya tienen una enorme vía de agua.
Venía ayer en Microsiervos el enlace a una web que mide el nivel instantáneo de odio en Twitter, el odiometro, que funciona en castellano, y que ahora mismo, 08:10 de la mañana, registra un nivel de 75 – 80 tweets de odio por minuto. Imaginen por la tarde y en medio de cualquier boba polémica de cada día. Más allá de despedir ingenieros y adoptar sus políticas de trabajo intensísimas, Musk tiene una bomba en las manos que nadie tiene muy claro cómo desactivar o, por lo menos, controlar. Y todo en un entorno, que comentábamos ayer, de tipos de interés al alza, de problemas financieros crecientes y de dolor en las cotizaciones de las tecnológicas. Está por ver si Musk ha hecho un buen negocio o se ha metido en un marrón de dimensiones inabordables.
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