Reconozco que lo único que me genera una sensación positiva del nuevo gobierno prosedicioso de Sánchez es que Ione Belarra e Irene Montero han sido despedidas, algo que tenía que haber sucedido hace mucho y que, de manera inexplicable, no se había producido. El número de desplantes cometidos por ambas es suficiente como para que llevasen años cesadas, pero eso es lo de menos frente a las desgraciadas consecuencias de normas aprobadas por su iniciativa, como la nefasta ley del sólo sí es sí, que ha rebajado las condenas a más de mil agresores sexuales, una buena cantidad de indignos que se han beneficiado de la necedad al mando de un ministerio devaluado hasta el extremo.
Pero bueno, ya se sabe, es frustrante esperar un arrepentimiento de quien, en su infinita vanidad, se considera fuente de verdad y ve al resto como meras motas de polvo que tratan de opacarle. Cuando uno deja un cargo, bien porque se va a otro sitio de manera voluntaria, bien porque es despedido en el campo de la empresa privada o porque es relevado de un puesto por otro en el mundo de lo público, su último acto debe ser una muestra de agradecimiento a lo que ha aprendido y vivido en ese tiempo. En parte, no lo niego, hay cierta hipocresía en esos agradecimientos generalizados, porque todos hemos vivido etapas de trabajo en las que los penares y amarguras superan a lo positivo. Hay gente que tiene mucha suerte en su desempeño y la gente que le ha tocado en la vida como compañeros y jefes, pero sabemos que hay de todo. Pese a ello hay que mantener unas ciertas formas, callar lo debido y agradecer lo que haya, que siempre habrá algo, y cuanto peor haya sido el trato, intentar dejar una mejor imagen entre los que se quedan para que, de una manera quizás absurda, quede claro que el que se va no es como los que le maltrataban. En todo caso, irse es un arte y expresa mucho sobre la forma de ser de alguien. Un cargo público es, por definición, un ocupante temporal de un puesto, que sustituye a alguien y que, desde el primer día de su ejercicio, sabe que será sustituido en el puesto. Nadie es imprescindible en la función pública, lo mismo en la empresa. Son los padres, pareja e hijos los que, cuando se marchan, dejan huecos irrellenables, el resto sólo es trabajo. Importantísimo, sí, pero sólo trabajo. En las despedidas los hay efusivos, los que cuentan historias del pasado, los que son tímidos y les puede la sensación del adiós y apenas son capaces de decir nada, los que conocen a muchos y convierten su despedida en un acto social a la altura de una boda, los que gustan de la intimidad y trocean su adiós con reuniones previas y pequeñas. Normalmente, en las organizaciones, donde se establecen protocolos para todo, la despedida requiere una ceremonia, no pomposa, pero sí con sus rituales, y el que se marcha muchas veces es forzado a ella. Es fácil ver quién está cómodo en esas situaciones y quien no, pero lo normal es que el acto se desarrolle con normalidad. Como es lógico habrá compañeros más o menos afectados, porque las afinidades personales son así y uno desarrolla vínculos más fuertes con unos y con otros por causas de lo más diverso, y si se va a alguien con quien te llevas bien te dolerá mucho, mientras que si el que lo deja es uno con el que apenas tratabas lo justo y necesario la pena de la marcha será menor. Es inevitable. Muchos de los que acuden a las despedidas será la última vez que vean al que se va, cosa que pasa bastante en el momento de las jubilaciones, cuando algunos cambian de residencia tras años de vida laboral y, por decisión propia, renuncian a aparecer nuevamente por el lugar de trabajo, al que a buen seguro no tenían en su corazoncito como un espacio agradable. En todo caso, son ceremonias con cierto sentimentalismo, en las que las formas se guardan y las rencillas que pudiera haber, en todas las agrupaciones humanas existen, se ocultan en el momento del adiós. Es parte del protocolo social en el que nos desenvolvemos cada día, guste o no, porque convivimos, vivimos con, y las cosas no son como a cada uno nos gustaría que fueran.
El impresentable mitin de despedida que se marcó ayer Irene Montero, como colofón a su desastre de gestión, es el perfecto ejemplo de lo que no hay que hacer cuando uno se marcha y, en general, en cualquier otra situación pública. Una pataleta lamentable propia de una malcriada que se cree el centro del mundo, egocéntrica hasta el extremo, que se supone poseedora de derechos de propiedad sobre cargos públicos porque sí, que ve a los demás como enemigos y que no duda en utilizar hasta el último minuto que dispone en su privilegiada atalaya para insultar, acusar, lanzar proclamas y comportarse de una manera impropia. Muy pocos lamentarán su marcha, y eso es de lo peor que le puede pasar a uno.
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