Ni ha esperado Bukele a que el recuento de votos en las elecciones de El Salvador haya avanzado mucho más del 10%. Salió al balcón presidencial con su mujer, proclamó una victoria arrolladora, que cifra en el entorno del 85%, y ofreció un colorista espectáculo de fuegos artificiales y drones que resultó de lo más vistoso. Entre loas a su figura, críticas a los medios españoles y la exaltación de los que contemplaban el acto, el presidente se dio su primer baño de masas tras una reelección de la que nadie duda y que, sea legal o no dad la prohibición que tenía para presentarse, es un hecho.
El Salvador es el típico caso de país que, en el mundo real, nos obliga a enfrentar nuestras teorías y aspiraciones con los hechos, y ver hasta qué punto estamos dispuestos a renunciar a unas cosas a cambio de otras, y qué consideramos como el mal menor en medio de una oferta de males sin bienes. Hasta hace unos años el país, como tal, era una mera denominación de un territorio en el que el estado no ejercí control alguno. Las maras, bandas juveniles de pandilleros, metidos en negocios como la droga y la extorsión, eran las que dominaban la vida y la sociedad por completo. El nivel de seguridad era nulo para el conjunto de la población, que asistía constantemente a enfrentamientos entre clanes, secuestros, asesinatos y todo tipo de violencia imaginable, en un escenario más propio de una época medieval. Los sucesivos presidentes y gobiernos que trataban de regir el país fracasaban. Bukele, un joven moderno con aires mesiánicos, populistas, amante de las criptomonedas y de ideología difusa, se presentó a las elecciones hace unos años con un punto fundamental en su programa; la seguridad. Su propuesta era la de volver a tomar el control del país y que la sociedad le diera carta blanca para ello. Elegido presidente a una edad inusual, su aspecto era más propio de un aficionado al baloncesto que de otra cosa, pero cuando llegó al gobierno empezó a mandar de verdad. Los salvadoreños hicieron un pacto faústico con Bukele, de tal manera que cedieron libertad a cambio de seguridad. Tras conseguir unos poderes extraordinarios, Bukele se lanzó sin freno a la represión de las bandas y, de paso, a la de todo aquel que pudiera hacerle sombra en el poder. Ha construido la mayor cárcel del mundo, capaz de albergar a unos cuarenta mil reclusos, y todos hemos visto esas imágenes en las que cientos y cientos de miembros de las maras, tatuados por todas partes, semidesnudos, corren forzados por los guardias para formar en unos patios enormes dejando una imagen de hormigueros humanos bastante impactante. Las fuerzas y cuerpos de seguridad salvadoreños no se han andado con miramientos a la hora de detener a todos aquellos que pudieran tener relación, o no, con las pandillas, y los procedimientos judiciales en el país han quedado a expensas de lo que dictamine el gobierno, de tal manera que las leyes pueden ofrecer una protección teórica para los reos, familiares y allegados, pero en la práctica son papel mojado. Una vez que entras en una cárcel de Bukele es muy poco probable que salgas de ella, hayas cometido delitos o no. El ciudadano salvadoreño ya no vive en un país sometido al estado de derecho, sino en una nación en la que Bukele y su régimen dictamina quién es delincuente y quién es culpable. ¿Es esto una dictadura? Pues se lo parece demasiado, sí. El mensaje del gobierno es sencillo. Usted, ciudadano, si no delinque, no tiene nada que temer, porque no habrá cometido delito alguno y podrá desarrollar su vida en paz, pero como infrinja la ley, que yo determinaré cuándo y cómo lo ha hecho, se va a meter en un lío de por vida. ¿Consecuencias? La criminalidad se ha derrumbado, la seguridad pública ha mejorado una barbaridad y, ahora mismo, la capital del país y el resto de ciudades ofrecen un aspecto de sociedad estable, en la que la gente pasea y los niños juegan en los parques.
Por así decirlo, Bukele ha solucionado un problema previo a la de la existencia de las relaciones sociales públicas, el de la seguridad, mediante la imposición de un régimen dictatorial que elimina las libertades. De momento los salvadoreños, hartos de violencia y cansados de enterrar a los suyos, han refrendado este pacto y dan por buena la mano dura que ha impuesto el gobierno, a sabiendas de que hay cosas que no deben hacer y ciudadanos que, injustamente, han sido castigados por delitos que no han cometido. ¿Cómo se hubiera podido solucionar el problema de la violencia por vías democráticas? En Ecuador, que va camino de ser El Salvador de antes de Bukele, observan el experimento y se plantean una solución similar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario