Creo que también fue Vargas Llosa el que calificó a Navalny como el hombre más valiente del mundo cuando, tras recuperarse en Alemania del intento de envenenamiento que sufrió en Rusia, decidió no quedarse en el exilio, sino volver a su patria para dar la cara ante el tirano Putin. Muchos comprendimos ese gesto por lo que tenía de rebeldía ante la dictadura, y lo apoyamos de manera moral, pero éramos también mayoría los que pensábamos que esa decisión era un suicidio a cámara lenta, una manera de facilitar al kremlin la eliminación de uno de sus más peligrosos rivales. Tristemente, los hechos nos han dado la razón.
Nada más volver a casa, Navalny fue detenido y sometido a un juicio tramposo, de esos que tan bien se orquestan en las dictaduras, y cuya partitura está tan ensayada que hasta parecen improvisados. Las acusaciones contra el político se agolpaban por parte de un aparato en manos del poder que no iba a dejar opción alguna de redención al hombre que, muy solo, contemplaba lo que se le venía encima. Da igual la condena que le impusieran, no recuerdo cuántos años fue, pero con las condiciones de las cárceles rusas, una estancia de meses en una de ellas puede equivaler a varios años en las nuestras. Desde que fue recluido las noticias sobre maltratos y abusos contra él no dejaron de surgir en su entorno familiar. Poco podía hacer el partido en el que militaba, que en gran parte ya había sido desmantelado por las fuerzas de seguridad del régimen, con redadas y detenciones masivas. Todo el que se salía del discurso oficial se arriesgaba a conocer la vida desde el interior de una cruel prisión rusa, y los que no acabaron allí huyeron a la clandestinidad o se largaron del país. Si el panorama era tan horrendo entonces, empeoró aún más si cabe con el inicio de la guerra de Ucrania, ya que desde entonces el régimen ni se molestó en aparentar una mínima pátina de apariencia democrática. Ante una situación excepcional, y una guerra lo es, las medidas se toman con ese tono, y la represión interna se agudizó notablemente, esta vez sin la necesidad si quiera de juicios falsos (siguiendo la teoría de Óscar Puente, para qué, hacerlos, si van a ser condenados igualmente, nos los ahorramos). Pocas han sido las escenas que han llegado desde Rusia de protestas ante la guerra cruel e injusta desatada por su gobierno en el este de Europa, y en todas ellas hemos visto la efectividad de sus cuerpos represivos. Desde la cárcel, Navalny se enteraría del inicio de las hostilidades y, sospecho, empezaría a temer seriamente por su vida. Si en algún momento pudo albergar la esperanza de que, siendo un personaje famoso y reconocido en occidente, Putin se cortaría, por así decirlo, a la hora de tomar represalias contra él, con los combates atronando en Ucrania el mensaje era claro, nadie era inmune al poder homicida que reina en el Kremlin. Navalny fue trasladado desde la prisión a la que se encontraba a un centro de reclusión cerca del ártico, en la Siberia extrema, a un lugar que formó parte de ese archipiélago gulag en el que la represión estalinista asesino a millones de personas de una manera tan cruel y efectiva como el nazismo, pero sin tanto conocimiento posterior ni, desde luego, arrepentimiento por parte de los ejecutores y sus descendientes. Desde ese lugar, a más de tres mil kilómetros de Moscú, con unas temperaturas extremadamente bajas, era casi imposible esperar que Navalny volviera con vida. La idea era llevarlo allí para que el frío y las despreciables condiciones con las que iba a ser tratado hicieran su trabajo y, en un momento dado, sorpresa, se muriese, bien cuando algún carcelero se pasase o bien cuando, directamente, la orden de ejecutarlo llegase con la firma clara y siniestra de Putin. Eso es lo que sucedió la semana pasada, el viernes, y desde entonces Navalny es un mártir por la libertada, un recuerdo, una imagen y, también, un cadáver oculto por parte de las autoridades rusas.
Su viuda clama desde entonces en los foros internacionales, denunciando la última muerte conocida causada por el régimen de Putin, y su madre ha ido hasta la localidad siberiana en la que se encuentra el gulag donde han matado a su hijo para exigir que le den el cadáver. Como ante ETA o la mafia italiana, son las mujeres, viudas y madres, las más valientes, las que claman en la soledad de su dolor exigiendo justicia, mientras que los verdugos y sus cómplices callan, no amedrentados por esos gritos, quizás sí avergonzados. Impasibles en todo caso. Putin morirá matando, y no dudará en eliminar a todo el que pueda suponer una amenaza para su persona y régimen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario