Tucker Carlson se llama a sí mismo periodista, pero no lo es. Su labor es la de propagandista, difusor de bulos, siervo de sus jefes. Trumpista hasta la médula, su cadena televisiva, la Fox, que destaca por su extremismo pro Trump, no tuvo más remedio que prescindir de él porque su deriva conspiranoica empezaba a ser peligrosa no tanto para la elevada audiencia que congregaba como para el departamento legal de la empresa, que empezaba a estar saturado de demandas contra ella por las sandeces que Carlson soltaba sin cesar. Desde que dejó de pertenecer a ese grupo, ha subsistido con vídeos de youtube y apariciones en actos políticos.
Quizás su imagen les suene porque se pasó por Madrid a finales del año pasado para estar una noche en las protestas voxeras que se desarrollaban frente a la sede del PSOE de Ferraz. Allí animó a los congregados, que a buen seguro no tenían ni idea de quién era ese guiri que les hablaba, y se fotografió con Abascal y otros dirigentes de ese pseudo partido. Una alianza de amiguitos ultras, qué bonito. Pues bien, ese presunto periodista ha conseguido una exclusiva mundial al ser el primero que entrevista a Putin desde que el sátrapa de Moscú comenzó la invasión de Ucrania. Como era de esperar, Carlson se ha mostrado siempre partidario del régimen de Moscú, pero desde que empezó la guerra sus declaraciones de apoyo a la salvajada emprendida por Putin no han dejado de ir a más. Amante de lo que él considera el orden, la decencia, la costumbre y la rigidez, Carlson exalta a todos aquellos dirigentes que buscan el poder fuerte y tratan de combatir a esas decadentes democracias que son un amasijo de ruidos, polémicas, broncas y cortapisas al poder. Si el guía sabe lo que tiene que hacer, ¿quiénes son los jueces, los tribunales o cualquier otro tipo de poder para frenarle? Esta idea, que aparece de vez en cuando en los discursos de Sánchez, es la base fundamental de la doctrina trumpista y de todos los que le emulan, y es lo que, en la práctica, ha conseguido Putin en Rusia, convertida en una dictadura personalista en la que se celebran elecciones, el próximo mes, pero que no son sino teatros orquestados para mantener al líder en el poder. Ideológicamente Carlos, Trump y Abascal se encuadran en eso que se llama la extrema derecha, y tienen algunas de las características clásicas de ese tipo de ideología, pero que se asocien con un tirano que gobierna en Moscú resulta, como mínimo, chocante cuando uno los pone junto. Y si a ellos sumamos otros dirigentes nacionales e internacionales que profesan admiración al Kremlin la cosa se complica aún más. Ver a Pablemos, Puigdemont, Abascal, Orban, Noriega, Evo, y otros tantos beber los vientos por Vladimiro y haber sido objeto de las atenciones y beneficios del poder moscovita hace que el alma politóloga que anida en mi se retuerza, porque no hay esquema clásico que se pueda aplicar sin que salte por todas las esquinas. Lo que ocurre es que, en efecto, aquí el tema no es de ideologías, que son usadas como meras carcasas para disimular y que los votantes y muchos que analizan la sociedad caigan en las trampas y se dediquen a poner etiquetas de “izquierda” o “derecha” a unos y otros. No, esto no va así. Todos ellos tendrán algunas ideas políticas de fondo, siendo generosos con sus mediocres intelectos, pero sólo hay un concepto que les domina y por el que actúan, el del hombre fuerte, el del autoritarismo ejercido sin frenos, el del poder conseguido para que sea ejercido sin freno alguno. Lo vestirán como lucha de clases marxista, como retorno a las esencias franquistas, y en cada caso con lo que convenga en función de la sociedad a la que se dirigen, pero sólo desean una cosa, la misma, alcanzar el poder para, desde él, silenciar todas las voces y ejercerlo sin freno. Todos desean ser dictadores y, claro, admiran al que ya lo ha logrado.
Putin, el muy capullo, encantado con semejante corte de mariachis aduladores, no duda en apoyarlos como sea, no tanto porque coincidan con sus ideas imperialistas eslavas, que no será el caso, sino porque la acción de estos sujetos en sus naciones supone un debilitamiento de las mismas, y eso para la dictadura rusa es beneficioso. Todos son destructores de la cohesión de sus naciones, sembradores de discordia, populistas que rompen consensos y crean ruido, y así contribuyen a la decadencia social y política de los países en los que actúan. Y Putin, que lucha contra esas naciones, tiene a un montón de tontos útiles a su servicio. Así funciona la política en estos tiempos.
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