Tras este puente de tres días festivos, lleno de noticias impactantes (para que luego digan que en fin de semana no pasa nada), voy a tomar prestado el título de la gran película de los hermanos Marx para relatar mi primera experiencia en un hipódromo. Sí, ayer Domingo hice uso de una de las invitaciones que lo sobraban a la Dirección, me fui al hipódromo de la Zarzuela (fin de semana monárquico haga uno lo que haga) y pasé una mañana viendo caballos, carreras y, en definitiva, un espectáculo que nunca antes había presenciado, y que es bastante curioso.
Cogí el autobús gratuito que sale del Paseo Moret, junto al intercambiador de Moncloa, y para las 10:20 de la mañana estaba allí, en una mañana muy fría. El recinto está formado por una serie de áreas conectadas entre sí, de baja altura, color blanco y formas redondeadas, que se encuentran en la parte trasera de las tribunas. Éstas, obra del ingeniero Eduardo Torroja, son lo más interesante del conjunto, especialmente la principal, con un voladizo de hormigón que en su época marco un hito y que aún hoy en día es precioso, aunque necesita una buena capa de pintura en los extremos. En lo que se refiere a las carreras en sí, son seis a lo largo de la mañana, separadas por un teórico intervalo de media hora que se va extendiendo a medida que pasa el tiempo y se da pábulo a la impuntualidad local. Lo malo de las carreras en sí es que son muy corta, porque los caballos corren bastante y los 1.500 metros más o menos que tiene de longitud cada una duran poco más que un par de minutos. Lo más interesante de todo es ver como se muestran los caballos en el paddock, una especie de jardín en el que pasean para ser vistos y observados por los aficionados y apostantes antes de la carrera. Allí algunos hacen comentarios, opinan y declaran sus intenciones a favor de uno u otro, cosa que a mi me asombraba, porque quitando la diferencia entre caballos negros y marrones, todos me parecían iguales. Muy bonitos, sí, pero aparentemente similares. Había muchos críos con sus padres, en algunas escenas que me recordaban a Lisa Simpson, con los ojos salidos viendo los lomos y colas de los caballos, grandes para mi, enormes para ellos. En ese mismo lugar, algo pequeño por cierto, era donde se procedía a entregar los premios de las carreras, agasajos a los jinetes y cuadras ganadoras y aplausos por parte den os amigos allí concentrados. A parte de eso entre carrera y carrera se podía pasear pro los jardines del recinto, acercarse a alguna de las cafeterías montadas allí en improvisadas carpas y, como no, apostar.
De hecho me dio la sensación de que esto de los caballos es una excusa para montar un negocio de apuestas, don de la verdad había más gente de la que yo pensaba. En unas taquillas modernas, que parecían cajeros automáticos, con un impoluto personal vestido de verde oscuro, la gente hacía cola y dejaba sus cuartos (o los recogía). Ya que estaba allí realice una pequeña apuesta en la cuarta carrera, a un caballo escogido aleatoriamente en el programa. Era el quinto, Pituisa, que de los quince participantes, creo recordar, llegó el tercero por la cola. En fin, no viviré de las cuadras, aunque allí había gente a la que parecía no irle demasiado mal el negocio....
1 comentario:
Querido David, te envio entrecomillado un comentario sobre tu entrada de hoy de una persona que acude habitualmente a la Zarzuela.
"Creo que es un buen retrato, desde el punto de vista de alguien que no tiene ni idea de los caballos, y le da por ese plan, pero no tiene nada que ver con ir con un aficionado, no hace falta que sea un erudito.
Si no tienes ni idea, como el chico del blog, te limitas a ver los caballos negros o marrones, los colores, y las carreras se te pasan volando.
Sinceramente es un mundo precioso, pero tiene mucha miga. El ritmo, más o menos, va así:
Vas al paddock (que es el recinto donde pasean antes de la carrera). Analizas al caballo, si está sudado, si está nervioso, si mueve mucho la cola o tiene las orejas gachas, si está brioso. Eliges los caballos que te gustan, y te vas a las taquillas de apuestas. Juegas unos eurillos, y miras cómo cotizan las apuestas que has hecho, y entonas el inevitable cuento de la lechera. Subes a la grada. Ves a la gente, con algún famoso siempre entre la concurrencia.
Empiezan las carreras. Oyes (porque más que ver, intuyes los colores que has elegido antes) que tu caballo va en tal o cual posición, y empiezas a desesperarte o reafirmas tu ilusión. Llegan a la recta final, todo el mundo se pone de pie, la grada empieza a vibrar, con un rumor sordo que va creciendo, oyes que nombran a tu caballo, los caballos se acercan, ves que por fuera vienen rematando dos, y tú esperas que uno sea el tuyo... Y ganas. O pierdes (...) Pero da igual (bueno, entre comillas). Porque has visto un espectáculo grandioso. Vuelven los caballos después de pasar por meta, y ovación para el ganador. Bajas a la planta inferior, y ves la repetición de la carrera (en la que no pierdes ojo al caballo apostado) y oyes todo tipo de exclamaciones positivas, negativas, quejas, maldiciones, etc.
Y vuelves al paddock a ver a los caballos de la siguiente carrera. Y el ciclo empieza otra vez, y la mañana se pasa sin verla"
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