Suena la llamada en mi auricular, piii piii y alguien descuelga... Hola!!! Qué tal estás!! Cuánto tiempo sin llamarte, disculpa, pero es que estos días liado, y ya se sabe, se me ha ido el santo al cielo.... (ruido de platos y vasos cayendo) Oye, digo yo, qué es eso??? Has tenido un accidente?? “No, es que me estoy haciendo la cena” (más ruido, golpes y cubiertos chocando) “y de paso estoy fregando parte de la vajilla” (la voz va y viene, síntoma de un inalámbrico sujeto de manera inestable con la cabeza y el hombro). Vaya, qué cosas, digo yo algo enfurruñado.
.............. BUAAA!!!!!!!!!! BUAAAAAA!!!!!!! Y eso???? (me empiezo a alarmar) “Nada, es que el niño no acaba de dormirse, y así es difícil hacer la cena, acostarle, estar relajada (PUM, PLONG, CRASH!!!!) “Cómo tengo que decirte que no tires eso al suelo, malo malo malo!!!” Oye, será mejor que lo dejemos, ya te llamaré más tarde, o mañana, o yo que se cuando. “Sí, mejor, porque la sartén está caliente (ruido de chisporroteos y grifos lo atestiguan) y estoy algo cansada. Adiós”............ Este diálogo ficticio no lo es tanto. Últimamente cuando llamo a alguien muchas veces ocurre algo similar. Todo el mundo está ocupado, tremendamente ocupado a todas horas, lo cual es normal dado el tiempo que el dedicamos al trabajo y las horas a las que llegamos a casa, y empieza a resultar difícil mantener una conversación fluida, o al menos sin interrupciones, con nadie. Todo el mundo me dice que el caso raro no son ellos, sino yo, que llevo una vida cuasi infantil, sin necesidad de prepararme la cena, acostar niños y ausente casi por completo de responsabilidades adultas. Y tienen razón. Pero lo cierto es que cuando digo que a las personas, una vez que se casan y tienen niños hay que marcarlas en la hoja de teléfonos con una cruz para saberlo y así no llamarles no sólo hago una declaración cómica y de intenciones (tranquilos, claro que no marco a nadie) pero ya no es lo mismo. El placer de la conversación se esfuma en medio de frugales y necesarias obligaciones que parecen no acabar nunca. Los diálogos interpersonales se acortan, se esquematizan. Sí, no , venga, ya, rápido, muy rápido, porque no tengo tiempo y hay que pasar a otro asunto lo mas deprisa posible, y así eliminar tareas pendientes de nuestras muy abultadas, sobrecargadas, agendas. La única solución a este problema, que no es nuevo, era la de acordar un encuentro con al persona interesada, alrededor de una buena taza de café (o té, o whisky, según gustos) y charlar tranquilamente, sin problemas ni disturbios...
Y digo era porque desde hace ya varios años ese invento llamado móvil también ha perturbado esa posibilidad. Quedas para hablar con alguien a quién hace tiempo no ves y de repente empiezan los mensajes, las llamadas, “disculpa que me levante un poco, que aquí no hay cobertura”, y uno se queda con la cara de pasmarote que a veces se le pone al otro lado de la línea telefónica y que afortunadamente no se ve (todavía). Ese estilo de vida “móvil” se ha trasladado a todas las facetas de nuestras vidas. Acababa el Domingo Javier Marías su artículo refiriéndose al móvil como “esa trampa que no sólo nos fuerza a trabajar sin descanso y nos esclaviza”, y muchas veces nos incomunica, añado.
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