Hoy me toca hablar de comida, y más concretamente de la guerra que se ha organizado entre los cocineros de prestigio sobre aditivos, química y la nueva cocina. Y la verdad es que es un tema que no me llama para nada. Una de mis manías más raras, o que más dificultan mi relación con los demás, es que no me gusta comer. Lleno de prejuicios y gustos extraños, ni tengo sentido culinario ni aprecio por la mesa ni apetencias (salvo el chocolate y los dulces, pero eso es más vicio que otra cosa). No cocino, ni se cocinar, ni lo echo en falta, y en cualquier reunión o acto social este asunto acaba estallándome en las manos, causando problemas e inconveniencias.
Por lo tanto, me resulta algo ajeno que se haya organizado un gran revuelo porque Santi Santamaría, un cocinero español de mucho prestigio (no sabía quién era, mira por donde) haya denunciado a compañeros suyos de profesión porque usan excesivos aditivos químicos en al cocina, desnaturalizan los productos y ofrecen paltos que ni ellos mismos se tomarían. Algunos han dicho que todo son celos del tal Santamaría respecto a Ferrán Adriá, a este si lo conozco, y su cocina desestructurada, deconstructivista, y poseedora de, en general, un amplio conjunto de adjetivos extraños para definirla. Como todo tiene un reverso, ahora también se acusa a Santamaría de practicar la alquimia en sus platos, echando así por tierra su denuncia. Bueno, puede haber celos profesionales, denuncias reales de aditivos molestos, o ser todo una simple táctica de marketing para vender libros y salir en los medios. Lo cierto es que, más allá de al química, si existe la creencia, cierta en mi opinión, de que muchos de los platos de esa nueva y excelsa cocina serán arte, diseño y vanguardia, pero no comida en el sentido alimenticio del término. Suelo decir que hay restaurantes a los que uno va a comer y otros a los que, después de haber salido, debes ir a otro a comer de verdad, para quitarte el hambre que has pasado. Comentarios de estos, y mis opiniones extravagante sobre la comida en general, suelen generar polémica en todas partes, pero “arriba”, en el País Vasco, donde la comida es una religión, la mesa es algo sagrado y los cocineros se sacralizan hasta llegar a ser como los obispos (y parecerse a ellos en aspectos tales como la política) suelen acabar con caras desencajadas, cierto toque escandalizador y con una mirada de “pobrecillo, no sabe lo que se pierde”. En este sentido los restaurantes vascos se han caracterizado, a parte de por la buena comida, por las raciones generosas. Y no digamos las sociedades gastronómicas, extraño lugar lleno de señores barrigudos, cuya principal labor es alimentar a su estómago de la manera más consistente y recia posible, pasándose horas enteras trabajando en una cocina, lugar que, en muchas ocasiones, no son capaces de pisar jamás en su casa propia. Empiezan a aparecer ahora restaurantes “de diseño” que recortan ostensiblemente las dimensione de los platos (con el beneficio que eso supone para el restaurador) y aumentan el precio a la par que la decoración de las viandas, pero creo que el cliente vasco tradicional sigue sin pasar por el aro de la trufa caramelizada al vapor, y se lanza a por el chuletón o las kokotxas sin miramientos.
Creo que en el fondo todo esto no es sino otro episodio de la batalla que existe en esta sociedad en la que vivimos por la distinción y el elitismo. A veces uno se compra un coche muy grande y ostentoso no porque lo necesite, sino porque así puede presumir ante sus conocidos y muestra su estatus social. Muchos restaurantes de vanguardia han visto ese filón de dinero ávido de premios sociales, que separe a sus poseedores de la plebe, y al igual que ahora empiezan a aparecer cartas de agua, de procedencias tales como los hielos patagónicos o suizos, hace años desembarcaron las emulsiones de gel de alcachofa con trazas de albahaca y muérdago. Y si alguien lo paga, aunque no valga nada, se servirá y se comerá.
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