Ayer por la tarde acudí a la Facultad de Farmacia de la Universidad Complutense para acudir al concierto que conmemoraba el décimo aniversario de la creación del coro de dicha institución. No es que esté al tanto de sus actividades fielmente, más bien que un buen amigo, MLP, canta en dicho coro y me recordó el acto, y allí fui. Las obras se centraban en la figura de Joseph Haydn, con su Stabat Mater como pieza principal. Clasicista, sobrio y bello, aunque demasiado rígido para mi gusto. Me estoy “abarrocando” o arcaizando peligrosamente..
La cosa es que llegué con algo de tiempo y aproveché para ir a la cafetería de la facultad a tomar algo, y al bajar allí me entró la sensación de volver a pisar la vieja cafetería de la facultad de Sarriko donde yo estudié, en Bilbao. Hay cosas que son iguales en todas estas cafeterías, como el que estén sitas siempre en lúgubres y perdidos sótanos con ventanales en lo alto, en formato “basement” que posean varios modelos de sillas, de tal manera que sea a veces difícil adivinar cual era el que originariamente formaba el mobiliario el día de la inauguración, y que en el fondo del recinto la densidad de mesas disminuye y aparecen claros llenos de carteles y recortes acumulados. Tengo magníficos recuerdos de la universidad, una de las mejores épocas de mi ya no tan corta vida, y reconozco que la cafetería forma parte de ellos. Ayer, tomando un café que estaba mejor de lo que me suponía, y terminando el último libro de Philip Roth (“Sale el Espectro”, genial, cómprenlo, regálenselo, dejen esto ahora y vayan corriendo a hacerse con un ejemplar) miraba a mi alrededor y veía estampas por las que parecía que no había pasado el tiempo. Una chica, menuda y atractiva, sita en una esquina, miraba unos apuntes con aspecto de no disfrutar nada, apurando suavemente un cigarrillo. Un grupo de cinco chicos y chicas charlaban ruidosamente lejos de la chica concentrada, y pese a que no pude captar de que hablaban, se notaba que lo estaban pasando muy bien. Un par de amigos, uno con poco pelo y otro con suficiente para envolver a los dos, jugaban a las cartas, y me apuesto que la baraja era de la cafetería, porque se le notaba muy trillada, como manoseada por muchas horas de juegos entre clase y clase, entre espera a otra hora o pira para huir de ese profesor inaguantable que todos hemos sufrido. Mientras la chica menuda seguía mirando hojas, una pareja estaba besándose muy suavemente en una de las esquinas, en esa zona en la que la densidad de las mesas decae. Piquitos, besos nimios, nada de abrazos ni convulsiones pasionales, sino detalles. Miradas profundas, enganchadas ojo a ojo de un chico con rizos y barba frente a una mujer alta, delgada y de pelo lacio y opaco cuyo rostro no pude intuir claramente. En un momento de estos la chica estudiosa recibió una llamada del móvil (eso sí que ha cambiado desde mi época) y una alegría (novio? amiga? quién sabe) le sacó de su forzado estudio, el hizo recoger sus cosas y salir de la cafetería. “Ahí va mi chica universitaria” pensaba yo para mis adentros, con una envidia que apenas podía ocultar.
La verdad es que en breve nos fuimos todos, porque los de mantenimiento cerraron el local al llegar la hora que debía ser la habitual y me encaminé hacia las escaleras que llevaban al salón donde era el concierto. Poco antes de empezar, lo confieso, busqué con la mirada en el auditorio por si estaba esa estudiante menuda, por curiosidad, pero si estaba no la vi. Y es muy probable que ya no la vea nunca más, ni a ella ni a ninguna de las personas que ayer estaban en esa cafetería, tan lejanas, tan desconocidas, pero que me recordaban tanto a mi hace no demasiados años que me parecieron tremendamente familiares.
1 comentario:
Este es uno de los post más bonitos que has escrito jamás. Tienes unas dotes para convertir lo cotidiano en hermoso que asusta.
Gracias
Publicar un comentario