En medio de esta crisis, hoy sale a la venta lo que sin duda será un éxito tanto en acogida por el público como en ingresos para editoriales y libreros, necesitados de liquidez en medio de esta tormenta. Hoy se publica la tercera de las novelas de la saga Millenium, la titulada La reina en el palacio de las corrientes del aire, un título que ya de por sí da que pensar. Es probable que alcance un éxito comparable a los dos volúmenes anteriores, incluso a pesar de que sus dimensiones, más de ochocientas páginas, pueden asustar a muchos. Si todo va como preveo me la compraré la semana que viene, y entonces podré decirles si me ha gustado o no.
Como acérrimo defensor que he sido de estos libros desde que se publicaron en España, estoy muy contento de ver como se han encaramado a lo alto de las listas de ventas unas novelas que son entretenidas, están bien escritas y profundizan en aspectos oscuros de nuestra sociedad, en la que muchas veces no todo es tan elegante y correcto como aparenta ser. Además estas novelas han creado un personaje, Lisbeth, que o mucho me equivoco o esta llamado a perdurar en el imaginario colectivo durante muchos años, pese a estar dotado de unos rasgos que, en principio, tenderían a generar rechazo. Lisbteh es una de esas mujeres a las que los hombres no amaban de la primera parte, Lisbeth es esa chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, y supongo que Lisbeth será esa reina en el palacio de las corrientes de aire, y cada vez que me imagino escenas del libro, no de la película, que no le hace justicia, no puedo dejar de admirar, desear y amar a esa Lisbeth, tan contestataria, andrógina y fuera de lo social, pero a la vez poseedora de un genio, una ética y un morbo insuperable. ¿Cuántos aman, amamos a Lisbeth? Quizá ese personaje fuera el modelo de mujer soñado por Stieg Larsson, el autor de la obra, que a su edad y posición social no podía decir que estaba pirado por una gótica macarra transgresora y rapaz, pero que por las noches, mientras se dejaba horas de sueño y pedazos de vida, y se consumía entre cafés y tabaco, no hacía más que crear una mujer, un personaje, un sueño que seguramente no esperaba que fuese a ser admirado por medio mundo. Es cierto que las novelas poseen una trama policíaca, con asesinatos y muertes bastante truculentas para lo que es habitual, pero la gran innovación que desarrolla Larsson en el texto es que la encargada de resolver la trama, que en el fondo es Lisbeth, es una personaje que está sita en un lugar tan lejano de la ley como, en algunos casos, los delincuentes a los que persigue. Para hacer referencia a un episodio de la primera novela, que conocerán todos los que la hayan leído o visto la película, cuando Lisbeth acaba con la vida del miembro de la familia Vanger que resulta ser el asesino de chicas lo hace a conciencia. Su ética personal le dice que ese sujeto debe morir, tiene que morir, no tiene derecho a un juicio justo y una condena, no. Lo que ha hecho es repugnante y según el cerebro de Salander, debe ser eliminado, y el libro describe plenamente la ira, el rencor y el odio que destila Lisbeth, y eso impregna todas las novelas, y le deja al lector tan asombrado como, no lo voy a negar, a gusto.
Lisbeth me recuerda a una imagen que vi este pasado Miércoles en el autobús camino a Bilbao, en el que viajaba una chica gótica, rubia y guapa, con unos pantalones negros y unas botas de montar preciosas. Llevaba puesta una camiseta en la que se dibujaba a trazo fino y bello, sobre fondo negro, el esqueleto de la persona, de tal manera que por la espalda se dibujaba la columna vertebral y omoplatos, y por el frente la columna y las costillas. Todo era negro y blanco, excepto un precioso y sangrante corazón que parecía palpitar de vida en el pecho izquierdo y que no podía dejar de mirar. “Qué belleza” pensaba absorto. Y así es Lisbeth, un palpitante corazón en medio de la negrura de su alma.
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