Ayer El País fue un periódico valiente y abrió su portada con un asunto de corrupción sucio y oscuro, que nadie quiere ver ni oír. Resulta que de las investigaciones derivadas de la operación Brugal, vinculada con la trama Gürtel, que se hizo famosa por el episodio de imputación vista y no vista de un alto cargo del PP en Alicante, se ha descubierto una red que amañaba partidos de liga, mediante la compra de porteros y delanteros por cifras que llegan a los 300.000 euros. Parece que fue el Hércules de Alicante el principal sobornador por lo que por ahora ha trascendido.
Hay si se fijan una cosa en España que es sagrada, intocable, inmaculada, y es el fútbol. Se puede atacar a la iglesia, al gobierno, a los partidos, a los medios de comunicación, a particulares, lo que uno desee, pero el fútbol no. Es un mundo ajeno a los males que nos rodean. En él no hay ni corrupción, ni dopajes, ni drogadicción ni nada por el estilo. Los jugadores son sacrificados profesionales que se esfuerzan (trato de evitar las carcajadas de mientras escribo) por su club o país y lo dan todo por la camiseta. Hace escasamente un mes hemos vivido la entronización de un grupo de jóvenes que ha ganado un mundial de fútbol, cosa que sigo sin entender que tiene de bueno para el ciudadano de la calle en su día a día, y dentro de unas semanas volverá a ponerse en marcha eso que se hace llamar la liga de fútbol y todas las ciudades se pondrán nerviosas cuando sus “sacrificados y abnegados” jugadores traten de meter un gol más a los de enfrente. Hasta mi madre defiende con ahínco a toda esta banda. Precioso. Y falso. Y encima por lo visto en las transcripciones de los implicados en la Brugal, corrupto y zafio. El fútbol es un gigantesco negocio que mueve cientos, miles de millones de euros, y en el que por ganar se hace de todo. Los presidentes de los equipos suelen estar habitualmente escogidos de entre el grupo de mayores golfos, corruptos y estafadores de cada ciudad, y los jugadores cobran millonadas por no hacer nada, salvo cobrar aún más. Y el dopaje y la drogadicción existen en el fútbol, como en el ciclismo y resto de disciplinas, pero no se pueden detectar por un motivo obvio. El dinero. Esta semana el Barcelona ha ganado dos millones de euros por un partido en Asia cuya única condición era que un tal Messi (DAG, lo has conseguido, he nombrado a tu Leo del alma) jugase. Sólo en un día. Las ganancias de este jugador y, asociadas, las de su equipo, son inmensas. Imaginemos que pillan a Messi dopado con lo que sea. ¿Cuánto dinero se arriesga a perder el Barcelona por una sanción así? Con mucho menos se compra a los laboratorios, investigadores o lo que haga falta. Los controles antidopaje en el Tour se hacen de noche, a escondidas y sin aviso en el hotel de los ciclistas. En la concentración del Barcelona o del Madrid no entra ni el Rey. Y cuando cito a Messi pueden poner el nombre del jugador que les apetezca, porque no son jugadores, son bienes de inversión donde se mete el dinero para obtener más, y si hay que doparse, comprar partidos, sobornar voluntades o lo que sea, se hace. Punto. Y todo el mundo aplaudiendo con las orejas y admirando a unos sujetos que, independientemente de su catadura moral, no hacen nada meritorio ni digno de alabanza. Puede que no sean culpables de la podredumbre que los rodea, pero los jugadores son cómplices de ella, porque la conocen y obtienen pingües beneficios de la misma.
¿Qué recorrido judicial puede tener este caso? Tengan por seguro que todas las fuerzas posibles lucharan para que sea nulo, y que ningún juez ose meterse en ello. Sin embargo caso hay, y grave. No creo que tardemos mucho en escuchar declaraciones del político local de turno diciendo que todo esto es un ataque a su ciudad, región, nacionalidad, ente universal o lo que sea por parte de unos envidiosos sin escrúpulos, y se pongan argumentos falaces para ocultar estos delitos, pero parece que, por fin, se puede abrir la espita que ponga el fútbol en su sitio, que actualmente no son los estadios, sino el banquillo de los acusados.
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